El corto siglo XX

Los Fascismos


A lo largo del siglo XIX las tres principales familias políticas fueron el liberalismo, el conservadurismo y el socialismo. En las dos últimas décadas emergió una nueva derecha intensamente nacionalista y antisemita que fue capaz de movilizar y ganar la adhesión de diferentes sectores sociales, tanto en Viena como en París y en Berlín. El fascismo se nutrió de ideas y de actitudes distintivas de esta derecha radical de fines del siglo XIX, en el sentido de que ambos recogieron sentimientos de frustración al tiempo que asumieron la violenta negación de las promesas de progreso basadas en la razón enunciadas por el liberalismo y el socialismo. Pero además, en el marco de la democracia de masas, las ceremonias patrias junto con numerosos grupos –las sociedades corales masculinas, las del tiro al blanco y las de gimnastas– fomentaron y canalizaron mediante sus actos festivos y sus liturgias la conformación de un nuevo culto político, el del nacionalismo, que convocaba a una participación política más vital y comunitaria que la idea “burguesa” de democracia parlamentaria.
Aunque es posible reconocer continuidades entre ideas y sentimientos gestados a fines del siglo xix y los asumidos más tarde por los fascistas, muy seguramente, sin la catástrofe de la Gran Guerra y la miseria social derivada de la crisis económica de 1929, el nazifascismo no se hubiera concretado.
Aunque los movimientos de sesgo fascista tuvieron una destacada expansión en el período de entreguerras, muchos de ellos no pasaron de ser grupos efímeros, como el encabezado por Mosley en Gran Bretaña, los Camisas Negras de Islandia o la Nueva Guardia de Australia. En otros países, si bien lograron cierto grado de arraigo –los casos de Cruz de Flechas en Hungría o Guardia de Hierro en Rumania–, los grupos de poder tradicionales retuvieron su control del gobierno vía dictaduras. El triunfo del fascismo no fue el resultado inevitable de la crisis de posguerra.
El fenómeno fascista solo prosperó donde confluyeron una serie de elementos que le ofrecieron un terreno propicio. En este sentido, Italia y Alemania compartían rasgos significativos: el régimen liberal carecía de bases sólidas, y existía un alto grado de movilización social: no solo la de la clase obrera que adhería al socialismo, también la del campesinado y los sectores medios decididamente antisocialistas. Este escenario fue resultado de un proceso en el que se combinaron diferentes factores. Si bien la trayectoria de cada país fue singular, es factible identificar algunos procesos compartidos. En primer lugar, el ingreso tardío, pero a un ritmo acelerado, a la industrialización dio lugar a contradicciones sociales profundas y difíciles de manejar. Por una parte, porque la aparición de una clase obrera altamente concentrada en grandes unidades industriales y cohesionada en organizaciones sindicales potentes acentuó la intensidad de los conflictos sociales. Por otra, porque la presencia de sectores preindustriales –artesanos, pequeños comerciantes, terratenientes, rentistas– junto al avance de los nuevos actores sociales –obreros y empresarios– configuró una sociedad muy heterogénea atravesada abruptamente por diferentes demandas de difícil resolución en el plano político. En segundo lugar, la irrupción de un electorado masivo, debido a las reformas electorales de 1911 en Italia y de 1919 en Alemania, socavó la gestión de la política por los notables, pero sin que las elites fueran capaces de organizar partidos de masas: esto lo harían los fascistas. Por último, tanto Italia como Alemania, aunque estuvieron en bandos opuestos en la Primera Guerra, vivenciaron los términos de la paz como nación humillada. En Alemania especialmente, el sentimiento de agravio respecto de Versalles estaba ampliamente extendido; no fue un aporte original del nazismo buscar la revancha contra los vencedores de la Gran Guerra.
La experiencia de la guerra alimentó en muchos una adhesión incondicional a la paz; para ellos resultó muy difícil y doloroso reconocer que las obsesiones ideológicas del nazismo solo serían frenadas a través de las armas. Los pacifistas estaban convencidos de que las masacres en los campos de batalla no contribuían a encontrar salidas justas a las tribulaciones de los pueblos. En otros, en cambio, la guerra de trincheras alimentó una mística belicista: en ellos perduró “el deseo abrumador de matar”, según las palabras de Ernst Jünger.
Quienes decidieron vivir peligrosamente, como propuso el fascismo, y en el culto a la violencia, encontraron la vía para manifestar sus más hondos y potentes impulsos; no dejaron las armas, e integraron las formaciones paramilitares que proliferaron en la posguerra: los Freikorps alemanes o los Fasci di combattimento italianos. Muchos gobiernos no fascistas recurrieron a estos grupos para impedir un nuevo Octubre rojo, más temido que realmente factible. La izquierda también se armó para defenderse, pero en ningún caso contó con el apoyo de los organismos de seguridad estatales, que no solo consintieron sino que también colaboraron con los grupos armados de la derecha radical.
Las condiciones que hicieron posible el arraigo del fascismo son solo una parte del problema para explicar el éxito de los fascistas. También es preciso dar cuenta de qué ofrecieron, cómo lo hicieron y quiénes acudieron a su convocatoria.
A través de su oratoria y sus prácticas, el fascismo se definió como antimarxista, antiliberal y antiburgués. En el plano afirmativo se presentó –con sus banderas, cantos y mítines masivos– como una religión laica que prometía la regeneración y la anulación de las diversidades para convertir a la sociedad civil en una comunidad de fieles dispuestos a dar la vida por la nación. Los fascistas italianos y los nazis alemanes, especialmente en la etapa inicial, presentaron programas revolucionarios –en parte anticapitalistas– en los que recogían reclamos y ansiedades de diferentes sectores de la sociedad. Al mismo tiempo, en un contexto signado por la pérdida de sentido y la desorganización social, los partidos brindaron un lugar de encuadramiento seguro, disciplinado, y supieron canalizar la energía social a través de las marchas, las concentraciones de masas y la creación de escuadras de acción. El partido, además, ofreció un jefe. La presencia de un líder carismático a quien se le reconocieron los atributos necesarios para salir de la crisis fue un rasgo clave del fascismo. Tanto Mussolini como Hitler fueron jefes plebeyos con gran talento para suscitar la emoción y ganar la adhesión de distintos sectores ya movilizados.
El fascismo tuvo una base social heterogénea. Recogió especialmente el apoyo de la clase media temerosa del socialismo, de los propietarios rurales, de los grupos más inestables y desarraigados, de la juventud, y particularmente de los excombatientes que constituyeron el núcleo de las primeras formaciones paramilitares; también logró el reconocimiento de sectores de la clase obrera atraídos por sus promesas sociales.
Los fascistas y los nazis llegaron al gobierno en virtud de su capacidad para recoger demandas y agravios variados, y también porque lograron convencer a los grupos de poder de que podían representar sus intereses y satisfacer sus ambiciones mejor que cualquier partido tradicional. Los elencos políticos a cargo del gobierno, en Italia y Alemania, decidieron aliarse con los fascistas y los nazis convencidos de que podrían ponerlos a su servicio para liquidar a la izquierda y preservar el statu quo. Los grandes capitalistas, por su parte, no manifestaron una adhesión ni temprana ni calurosa a los movimientos fascistas. Aunque el tono anticapitalista del fascismo fue selectivo y rápidamente se moderó, el carácter plebeyo de los movimientos generaba reservas entre los grandes propietarios. Hasta el ingreso al gobierno de Hitler, por ejemplo, las contribuciones económicas fueron destinadas en primer lugar a los conservadores, la opción preferida por los capitales más concentrados. Pero estos no pusieron objeciones a la designación de los líderes fascistas como jefes de gobierno. Una vez en el poder, ni Hitler ni Mussolini cuestionaron el capitalismo, pero subordinaron su marcha y fines, especialmente a partir de la guerra, a la realización del “destino glorioso de la nación”. Ellos asumieron ser sus auténticos intérpretes.
Desde el gobierno, ambos líderes, a diferentes ritmos –y con mayor decisión el Führer– avanzaron en revolucionar el Estado y la sociedad mediante las organizaciones paralelas del partido. Estas actuaron como corrosivo de los organismos estatales –Magistratura, Policía, Ejército, autoridades locales– y buscaron remodelar la sociedad, desde las intervenciones sobre la educación, pasando por la organización del uso del tiempo libre, hasta, muy especialmente, el encuadramiento y movilización de las juventudes, para crear el hombre nuevo. Los jefes máximos nunca llegaron a imponer sus directivas de arriba hacia abajo en forma acabadamente ordenada. La presencia de diferentes camarillas en pugna confirió un carácter en gran medida caótico a la marcha del régimen, sin que por eso el Duce o el Führer fueran dictadores débiles.
El terror fue un componente de ambos regímenes, mucho más central en el nazismo, pero fue solo uno de los instrumentos para lograr la subordinación de la sociedad; también se recurrió a la concesión de beneficios y la integración de la población en nuevos organismos. Si bien los fascistas suprimieron los sindicatos independientes y los partidos socialistas, su política apuntó a integrar material y culturalmente a la clase obrera. Al mismo tiempo que subordinaba a los trabajadores políticamente y los disciplinaba socialmente, el fascismo promovió la idea de igualdad y la disolución de las jerarquías: el plato único nacional, la fuerza con alegría, el Volkswagen para todos, el Frente Alemán del Trabajo, el Dopolavoro fueron manifestaciones, bastante eficaces, del afán por crear la comunidad popular. La contribución más importante del nazismo en el plano social fue restablecer el pleno empleo antes de finales de 1935, mediante la ruptura radical con la ortodoxia económica liberal. Los fascistas se pronunciaron a favor de un nuevo tipo de organización económico-social. Como expresión de su vocación revolucionaria y a la vez anticomunista, el fascismo contrapuso, al socialismo internacionalista, un socialismo nacional y autárquico que combinaba la intervención estatal en la economía con la propiedad privada. Por lo general defendió un sistema corporativo que integrara los distintos grupos y clases sociales bajo la dirección del partido, y fuera capaz de acabar con la lucha de clases.
La ubicación del fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán como las expresiones más logradas del fenómeno fascista no implica desconocer importantes contrastes entre ambos: el peso decisivo del antisemitismo genocida en el régimen nazi, que fue más tardío y menos radical en Italia; la más acabada conquista del Estado y la sociedad por parte del nazismo; la mayor autonomía de Hitler respecto de los grupos de poder; la política exterior más orientada hacia el imperialismo tradicional, en el caso de Mussolini, y dirigida hacia la imposición del predominio de la raza aria en el de Hitler.
El fascismo fue centralmente una forma de hacer política y acumular poder para llegar al gobierno, primero, y para “revolucionar” el Estado y la sociedad después. Desde esta perspectiva, el fascismo se presentó simultáneamente como alternativa al impotente liberalismo burgués frente al avance de la izquierda, como decidido competidor y violento contendiente del comunismo y como eficaz restaurador del orden social. En la ejecución de estas tareas se distinguió de los autoritarios tradicionales porque no se limitó a ejercer la violencia desde arriba. Los fascismos se destacaron por su capacidad para movilizar a las masas apelando a mitos nacionales. El partido único y las organizaciones paramilitares fueron instrumentos esenciales para el reclutamiento de efectivos, para la toma y la conservación del poder, y su estilo político se definió por la importancia concedida a la propaganda, la escenografía y los símbolos capaces de suscitar fuertes emociones. Los fascistas organizaron la movilización de las masas, no para contar con súbditos pasivos, sino con soldados fanáticos y convencidos. Su contrarrevolución fue en gran medida revolucionaria, aunque en un sentido diferente del de la revolución burguesa y la revolución socialista.

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Evolución política de Italia
Después de los esfuerzos de guerra, parte de la sociedad italiana sintió que había perdido la paz. En la Primera Guerra Mundial, Italia se unió a la Entente luego de firmar el tratado de Londres con Gran Bretaña y Francia en abril de 1915, a través del cual se comprometió a declarar la guerra a Austria mediante “justas compensaciones” que incluían Istra, Trieste, parte de Dalmacia y de las islas, la frontera de Brennero y territorios coloniales. Aunque en Versalles las fronteras italianas se extendieron, no todas las aspiraciones de Roma se vieron satisfechas, y el ministro Orlando abandonó la conferencia disgustado.
Los nacionalistas más radicalizados recurrieron a la fuerza para expresar su rechazo a la “victoria mutilada”. El poeta Gabriel D'Annunzio, al frente de los legionarios, ocupó la ciudad de Fiume (septiembre de 1919-diciembre de 1920), que al margen de los reclamos de Italia había sido incluida en la recién creada Yugoslavia. La expedición de D'Annunzio fue un golpe de fuerza que creó un peligrosísimo precedente. Los legionarios, con la complicidad de las autoridades militares, demostraron que a través de una movilización bien organizada era factible colocar al gobierno en una encrucijada. El movimiento concitó la adhesión de los nacionalistas y de los antiliberales que proponían la transformación radical del orden social, al que calificaban de injusto y decadente. En Fiume, D'Annunzio inventó buena parte de los símbolos que luego haría suyos el fascismo: el saludo romano, los uniformes, los gritos rituales.
La decisión de ingresar en la Primera Guerra mundial había sido tomada por el rey Víctor Manuel III y la camarilla que lo rodeaba sin tener en cuenta al parlamento ni a la opinión pública y sin considerar la falta de preparación militar de las fuerzas armadas. En Italia, la “unión sagrada” no alcanzó los niveles de adhesión que logró en otros países. Al regresar del frente, los excombatientes no recibieron el reconocimiento agradecido de sus compatriotas y, al mismo tiempo, en el marco de la crisis y la agitación social, les resultó muy difícil reincorporarse a una vida normal. Los excombatientes se sintieron defraudados y encontraron en el fascismo una respuesta a sus ansiedades, y básicamente una organización que les ofrecía la posibilidad de canalizar los sentimientos y las energías gestadas en el frente de batalla.
El fascismo nació oficialmente el 23 de marzo de 1919, en el mitin convocado por Benito Mussolini en un local de la plaza San Sepolcro, de Milán, al que asistieron muy pocas personas y donde se crearon los fascios de combate (Fasci italiani di combattimento). Estos aunaron la retórica del nacionalismo con la del sindicalismo revolucionario y fueron apoyados por las fuerzas de choque (arditi); por los sindicalistas revolucionarios y por los futuristas, una de las expresiones de la vanguardia artística El manifiesto-programa aprobado en la reunión reivindicaba el espíritu “revolucionario” de la nueva organización. La declaración de 1919 era antimonárquica, anticlerical, y reconocía demandas del movimiento obrero.
Benito Mussolini ingresó muy joven al Partido Socialista, abocándose plenamente al periodismo y la política. En su formación tuvo una fuerte influencia Georges Sorel, el teórico del sindicalismo revolucionario.
Después de cumplir el servicio militar entre 1905 y 1907, desarrolló en Trento su actividad como periodista y agitador sindical, y fue expulsado de la localidad por la policía austríaca. En los años previos a la Primera Guerra Mundial se hizo cargo en Milán del diario socialista Avanti, desde donde enunció los principios del pacificismo: “Abajo la guerra, La guerra es la gran traición”. Sin embargo, al estallar el conflicto pasó rápidamente a un neutralismo militante para terminar asumiendo un belicismo total: la propaganda antibélica era obra de los “bellacos, los curas, los jesuitas, los burgueses y los monárquicos”. En virtud de este giro fue expulsado del Partido Socialista y en noviembre de 1914 fundó en Milán el diario Il Popolo D'Italia. Como otros intervencionistas de izquierda, Mussolini concibió la guerra como una forma de acción extrema y revolucionaria en la que se jugaba el destino del mundo, e Italia no podía quedar al margen permaneciendo neutral. En agosto de 1915 partió como voluntario al frente, donde cayó herido en febrero de 1917. Al salir del hospital retomó la dirección del Il Popolo D'Italia.
La crisis económica y política generó el terreno propicio para que el fascismo prosperara. La gran industria había tenido un fuerte crecimiento durante la guerra, beneficiada por las compras del Estado y la ausencia de competencia. Con la paz, se restringió la posibilidad de colocar sus productos y se puso en evidencia que sus precios eran poco competitivos en el mercado internacional. Para las grandes empresas metalúrgicas como Ilva y Ansaldo, la de automóviles Fiat o la de neumáticos Pirelli, se restringieron los cuantiosos beneficios. La destrucción causada por la guerra y la subida de los precios arruinaron a gran parte de los pequeños propietarios, a quienes dependían de un sueldo y a los ahorristas. Los pequeños burgueses percibieron que su posición era más difícil y débil que la del proletariado, que contaba con sus organizaciones sindicales para defender su salario de la inflación. La agitación obrera alcanzó su máxima expresión en el llamado bienio rosso (1919-1920). Los obreros del norte protagonizaron una oleada de huelgas, en las que, bajo la conducción de los comunistas, intentaron, sin éxito, tomar el control de las fábricas. El primer ministro Giovanni Giolitti optó por no recurrir a la fuerza y esperar a que el movimiento llegara a su fin por agotamiento, como efectivamente ocurrió. Sin embargo, su actitud fue percibida como falta de firmeza para enfrentar al radicalismo revolucionario y causó hondo resentimiento en los industriales, así como en una clase media temerosa del caos social. La propuesta de los fascistas de liquidar el peligro rojo con el uso de la fuerza fue acogida con beneplácito, o pasivamente, por gran parte de la sociedad.
La intensa agitación social y la reforma del sistema electoral antes de la guerra fueron de la mano con el avance de los dos principales partidos de masas, el Socialista y el Popular, creado por el sacerdote Luigi Sturzo en 1919. En las elecciones legislativas de noviembre de 1919, los liberales perdieron la posibilidad de seguir controlando las Cámaras. Sobre un total de 500 escaños el Partido Socialista obtuvo 156, el triple que en las anteriores elecciones, y el Partido Popular 100. Este último incluía desde sinceros democratacristianos hasta conservadores, unidos por el ideal católico y por la hostilidad hacia los liberales anticlericales que desde la unidad italiana habían monopolizado el poder. Los socialistas, que contaban con el apoyo de la Confederación General del Trabajo, obtuvieron sus mayores triunfos entre los obreros de los grandes centros industriales como Milán, Turín y Génova, y entre los trabajadores agrícolas del valle del Po. Ambos se hallaban muy divididos internamente. Ni los católicos ni los socialistas eran aliados confiables para la dirigencia liberal, pero ni socialistas ni católicos estaban dispuestos a colaborar con los liberales. La inestabilidad de los gobiernos se profundizó significativamente. Desde el final de la guerra hasta la designación de Mussolini como primer ministro, en 1922, hubo cinco jefes de gobierno: Vittorio Orlando, Saverio Nitti, Giovanni Giolitti, Ivanoe Bonomi y Luigi Facta.
Al ascenso del fascismo, que fue evidente a partir de 1920, contribuyeron dos hechos: la intervención violenta en el ámbito rural del norte de los escuadristas, dirigidos por los ras locales –Dino Grandi en Bolonia, Roberto Farinacci en Cremona, Italo Balbo en Ferrara– y el espacio político que el primer ministro Giolitti concedió a Mussolini a través de la alianza electoral de 1921.
El movimiento escuadrista, que se extendió bajo forma de expediciones punitivas de gran violencia contra las organizaciones socialistas, fue lo que hizo del fascismo un movimiento de masas y le granjeó el apoyo de la mayor parte de los propietarios rurales, especialmente del campesinado medio. Los peones que trabajaban en sus fincas y estaban organizados por los socialistas tenían una fuerte capacidad para defender sus salarios. Los sectores medios rurales del valle del Po, afectados por la baja de los precios agrarios, recibieron agradecidos las acciones de castigo de los escuadristas contra municipios y cooperativas socialistas. La oleada de violencia contó con el visto bueno de la policía, y en varias ocasiones con su colaboración activa.
El episodio decisivo tuvo lugar en Bolonia el 21 de noviembre de 1920. Al calor de los incidentes que se produjeron en el acto de toma de posesión de los cargos en el ayuntamiento por la nueva mayoría socialista, los fascistas sembraron el terror primero en la ciudad y luego en toda la provincia de Emilia, de fuerte tradición socialista. La investigación parlamentaria dio a luz dos dictámenes. El de la mayoría no socialista reclamó la imparcialidad de los poderes públicos y adjudicó la violencia fascista a los excesos de la izquierda. El de la minoría socialista declaró que el gobierno no doblegaría al fascismo porque este era un instrumento eficaz para preservar la explotación del proletariado. Sin embargo, según esta versión, el fascismo estaba condenado al fracaso porque la lucha de clases conducía a la derrota de la burguesía.
El experimentado Giolitti contribuyó decisivamente al afianzamiento de los fascistas. Para contrarrestar el peso de los legisladores socialistas y populares se alió con Mussolini. En las elecciones de mayo de 1921 el fascismo obtuvo 35 bancas de las poco más de 100 que le correspondieron a la lista liberal. Los populares obtuvieron 107, los socialistas oficiales 120 y los comunistas 15. Lo más importante fue que el Duce ganó respetabilidad política y los fascistas dejaron de estar en la periferia de la escena política. Como contrapartida, Mussolini, a pesar del disgusto de sus huestes, no se opuso al envío de las tropas que pusieron fin a la ocupación de Fiume. D’Annunzio capituló y se retiró de la vida política: su experimento había sido excesivamente radical para gozar del apoyo de los grandes intereses. Con su disposición a negociar, el líder fascista demostró ser más confiable.


La Marcha sobre Roma y el ingreso al gobierno
Frente a la violencia en las calles que el mismo fascismo promovía, y a la creciente debilidad del grupo gobernante, los fascistas decidieron organizar, a fines de octubre de 1922, la Marcha sobre Roma, para ingresar al gobierno. Las poco organizadas huestes fascistas habrían podido ser detenidas por las fuerzas militares si hubiera existido la voluntad de frenarlas. El ministro Facta quiso proclamar el estado de excepción, pero el rey Víctor Manuel III se negó a firmar el decreto. Los ministros renunciaron y el monarca pidió a Mussolini que formase un nuevo gabinete.
El Duce se puso al frente de un gobierno de coalición integrado por algunos fascistas y una mayoría de dirigentes de otras formaciones políticas, excluida la izquierda. No hubo golpe ni éxitos electorales, los fascistas llegaron al gobierno de la mano de los notables, los militares y la monarquía.
Hasta 1925, Mussolini fue solo el primer ministro de una monarquía semiparlamentaria, la vida pública –partidos, sindicatos, prensa– siguió funcionando bajo una cierta apariencia de normalidad. La política económica no se apartó de la ortodoxia liberal y favoreció el libre juego de la iniciativa privada a través de las privatizaciones –los casos de teléfonos y seguros–, los incentivos fiscales a la inversión y la reducción de los gastos del Estado. No obstante, se dio curso a las primeras medidas destinadas a fortalecer al Partido Fascista. Fue creado el Gran Consejo Fascista como órgano consultivo paralelo al parlamento. A principios de 1923 todas las asociaciones y unidades paramilitares fueron integradas en una milicia voluntaria encargada de la seguridad nacional, una medida que legalizó a la fuerza de choque fascista, las Camisas Negras. Los nacionalistas, además, se incorporaron al Partido Fascista.
Mussolini había llegado al gobierno con el apoyo, o bien la complacencia, de distintos sectores que mantenían un equilibrio inestable entre sí. Por una parte, el partido, cuyos miembros más radicales exigían su promoción personal y cambios más “revolucionarios” para avanzar hacia el igualitarismo y el fortalecimiento de los sindicatos fascistas frente a la patronal. Por otra, los grupos de poder –grandes propietarios industriales y agrarios, la Iglesia, la elite política– junto con funcionarios y organismos estatales, a favor de un autoritarismo tradicional respetuoso de la propiedad privada y de la jerarquía social. Las decisiones del caudillo, a pesar del peso de su autoridad carismática, fueron condicionadas por las relaciones de fuerza entre estos sectores. El Duce avanzó menos que Hitler en el proceso de fascistización del Estado. A partir de su desconfianza hacia los activistas del partido se esforzó por subordinarlos a un Estado poderoso. El Duce no logró el grado de autonomía que llegara a ostentar Hitler: tuvo que compartir la cúspide del poder con el rey y debió convivir con una Iglesia católica fuerte. En el marco de estas restricciones, los más altos niveles de la burocracia y los grandes grupos de interés políticos y económicos se reservaron cuotas de poder que les posibilitarían destituir al Duce en 1943, cuando Italia perdía la guerra.
A fines de 1923 fue aprobada una nueva ley electoral según la cual la lista que obtuviera más del 25% de los votos ocuparía el 66% de las bancas. La medida, resistida por los socialistas, recibió el respaldo de los liberales y los populares. Al iniciarse las sesiones del cuerpo legislativo en mayo de 1924, el diputado socialista Giacomo Matteotti denunció la violencia empleada por los fascistas en las elecciones y mantuvo un tenso debate con Mussolini.
Días después, Matteotti fue secuestrado en pleno centro de Roma, y a mediados de agosto su cuerpo fue hallado en un bosque.
Las primeras investigaciones condujeron a revelar la participación de miembros de las bandas armadas fascistas. El fascismo apareció sentado en el banquillo de los acusados. Los legisladores que encabezaron la llamada “secesión de Aventino” abandonaron sus bancas reclamando la supresión de la milicia fascista y la normalización de la vida constitucional. El rey se negó a tomar alguna medida. Al cabo de cinco meses, con la Cámara clausurada, los principales jefes fascistas desataron una escalada de violencia en Florencia, Pisa, Bolonia, exigiendo el establecimiento de un régimen unipartidista: había llegado el momento de hacer la revolución liquidando al régimen liberal. Finalmente, el Duce decidió actuar. Pidió al rey que disolviera la Cámara y en su discurso del 3 de enero de 1925 asumió la responsabilidad de cuanto había sucedido: “Si el fascismo es una asociación de delincuentes... Si toda la violencia ha sido el resultado de un clima histórico político y moral, pues bien, para mí toda la responsabilidad, porque este clima lo he creado yo”.


El régimen fascista
La serie de medidas aprobadas entre 1925 y 1928 condujo a la dictadura. El jefe de gobierno dejó de ser responsable de su gestión ante el Parlamento, fueron disueltos todos los partidos políticos y quedó suprimida la prensa opositora. Se creó un tribunal especial para atender los crímenes contra el Estado: sus miembros eran funcionarios que no requerían formación jurídica y debían prestar juramento de obediencia a Mussolini. Los acusados no tenían derecho a apelar y los “delincuentes políticos” podían ser deportados. La nueva ley electoral suprimió el sufragio universal. El Gran Consejo Fascista aprobaba la lista con los cuatrocientos candidatos para la Cámara de Diputados y los votantes solo podían ratificarla o rechazarla.
En 1929 quedó resuelto el problema con el Vaticano, pendiente desde la unificación del país en 1870. Con la firma de los pactos de Letrán entre la Santa Sede y el reino de Italia se establecieron relaciones diplomáticas y se creó un diminuto Estado dentro de Roma, con el papa como máxima autoridad. La Iglesia sería compensada por los territorios perdidos, las corporaciones eclesiásticas quedaron exentas de impuestos y sus escuelas recibieron un trato preferencial. Mussolini ganó el apoyo de los católicos.
A partir de 1925 también la economía italiana tomó distancia del liberalismo para quedar sujeta a un creciente control del Estado, un cambio de rumbo acorde con las concepciones nacionalistas y autárquicas del fascismo. En el marco de las reformas destinadas a fortalecer el régimen político fascista se avanzó sobre la regulación de las relaciones entre obreros y patrones.
El fascismo no creó la idea de una economía mixta: la iniciativa pública y la privada ya se encontraban entrelazadas en Italia y en otros países. Pero el fascismo procuró institucionalizar la relación entre el poder público y el privado, y al proceder de este modo siguió un derrotero distinto del de las democracias occidentales. La Confederación General de la Industria Italiana (cgii) criticó la asociación obligatoria de trabajadores y patrones en organismos patrocinados por el gobierno. A las reticencias de los industriales los dirigentes sindicales fascistas respondieron con una serie de huelgas autorizadas por Mussolini, y los industriales aceptaron concertar con el sindicalismo fascista. En 1925 la cgii y la confederación sindical dirigida por el radical Edmondo Rossoni firmaron el pacto Vidoni, según el cual todas las negociaciones relativas a contratos laborales tendrían lugar entre la cgii y los sindicatos fascistas; los gremios no fascistas quedaban excluidos de lo resuelto por los convenios colectivos. El documento dispuso la abolición de los consejos de fábrica, con lo que se reforzó la autoridad patronal, y no se llegó a un acuerdo respecto del arbitraje obligatorio en los conflictos laborales, una medida resistida por los industriales.
El afán de los empresarios por preservar su autonomía obstaculizó la reforma corporativa y dio lugar al compromiso sindical de 1926. De acuerdo con la legislación aprobada el 3 de abril de 1926, los obreros y patrones quedaban organizados separadamente en doce sindicatos nacionales, uno para cada sector en cada tipo de actividad: industria, agricultura, comercio, banca y seguros, transporte interior y navegación interior, transporte marítimo y aéreo. La Confederación General de la Industria Italiana tuvo derecho a un asiento en el Consejo Fascista, fueron prohibidas huelgas y lock-outs, y la resolución de las controversias en el campo laboral quedó en manos de la Magistratura del Trabajo. Todos los trabajadores, incluso los que no estaban afiliados, debieron contribuir al sostenimiento de los sindicatos con cuotas deducidas de sus salarios. La ley dispuso que trabajadores y empresarios quedasen sujetos a la disciplina impuesta desde el gobierno; en la práctica, los sindicatos fueron conducidos por hombres del partido mientras que las asociaciones patronales mantuvieron sus propios dirigentes.
En abril de 1927 la Carta del Lavoro precisó la definición de la corporación, entendida como un organismo del Estado encargado de coordinar las decisiones de las organizaciones obreras y empresarias para llegar a una relación de fuerzas armónica y equilibrada. Los propietarios lograron que la Carta fuese solo una afirmación de principios, y se vieron frustrados los objetivos de Rossoni de incluir propuestas específicas sobre salarios, horas de trabajo y seguridad social. No obstante, el documento, que prometía respetar la independencia empresarial, afirmó también que la empresa era responsable ante el Estado, que podía regular la producción siempre que lo exigiesen los intereses públicos.
El movimiento laboral fascista careció de la independencia necesaria para seguir un plan coherente que aumentase la participación del trabajo en la riqueza. En su condición de miembros del partido, los dirigentes sindicales postergaron la defensa de los intereses obreros frente a las directivas del partido. Las rebajas de salarios en octubre de 1927, diciembre 1930 y mayo 1934 fueron aceptadas en nombre de la defensa de los intereses de la nación. Mientras los sindicatos fascistas tuvieron que luchar contra sus rivales socialistas y católicos, el pasado radical y la agresividad discursiva de Rossoni constituyeron datos a su favor. Con el afianzamiento del régimen, y en el marco de la reforma sindical, Mussolini buscó dirigentes más dóciles, y Rossoni fue desplazado en diciembre de 1928. El movimiento sindical fascista se centró en la obtención de programas sociales. La innovación más popular fue la Opera Nazionale Dopolavoro, fundada en 1925 con el fin de “favorecer el empleo sano y provechoso de las horas libres de los trabajadores intelectuales y manuales, por medio de instituciones destinadas a desarrollar sus capacidades físicas, intelectuales y morales”. En 1939 esta organización creada por el partido pasó a depender de los sindicatos.


Radicalización del fascismo
La crisis económica mundial también en Italia dio paso al aumento de la desocupación, aunque no en forma tan dramática como en otros países, por ejemplo Alemania. Los nuevos desafíos condujeron a que el régimen se definiera decididamente a favor de la autarquía. En el ámbito agrario esta tendencia se puso en marcha a través de la “batalla del trigo”, que multiplicó por dos la producción de este cereal mediante el aprovechamiento de zonas pantanosas, pero también dedicando al trigo tierras que antes se utilizaban para olivos, ganado o frutales con un rendimiento mucho más elevado.
En 1933 se aprobó la creación del Instituto para la Reconstrucción Italiana (iri), que hizo del Estado el principal inversor industrial. El iri nacionalizó, mediante la compra de acciones, muchas de las grandes empresas industriales al borde de la quiebra. En 1939 este organismo controlaba tres de las grandes siderurgias del país, algunos de los mejores astilleros, la telefónica, la distribución de la gasolina, las principales empresas de electricidad, las más importantes líneas marítimas y las incipientes líneas aéreas. Las industrias de tejidos, automóviles y productos químicos permanecieron –casi en su totalidad– en manos de los empresarios.
Como resultado de la depresión, los industriales no podían alegar que el sector privado de la economía era autosuficiente y tuvieron que aceptar la expansión de una economía combinada, en la que las empresas públicas y privadas se entrelazaban. Por su parte, la dirigencia fascista utilizó su creciente poder económico para concretar sus objetivos políticos. El iri quedó habilitado a controlar las empresas de propiedad privada siempre que fuese en interés de la “defensa nacional, la autarquía y la expansión del Imperio”.
Finalmente, en 1934 fueron creadas las corporaciones, sin incluir las propuestas de los fascistas radicales que pretendían abolir la propiedad privada para asignar al nuevo organismo la plena responsabilidad de la producción y liquidar así el conflicto histórico entre interés público y privado. Los industriales lograron que solo tuvieran funciones consultivas y que las negociaciones laborales quedasen en el ámbito privado. En el marco de la crisis había un aspecto de las corporaciones que atraía a los grandes propietarios: la cooperación entre los diferentes sectores de la producción para restringir la competencia y asegurar la posición de quienes ya estaban instalados. También aceptaron el dirigismo estatal porque necesitaban la ayuda de los fondos públicos para salvar a las empresas privadas de la bancarrota.
En el escenario internacional, la Italia fascista inicialmente se posicionó junto a Gran Bretaña y Francia, y jugó un papel estabilizador. Dado el protagonismo que alcanzaría el nazismo, se suele olvidar que, en sus inicios, el fascismo italiano ejerció una enorme atracción entre los nacionalsocialistas y que, en su momento de gloria, Mussolini observó a Hitler como un personaje de segundo orden. Fue la ocupación de Etiopía por las tropas italianas en 1935 la que dio un drástico giro a esta situación. Cuando Roma fue sancionada por la Sociedad de Naciones, aunque de modo tibio e ineficaz, a raíz de la queja elevada por el emperador etíope Haile Selassie, Mussolini estrechó sus lazos con Hitler. Hasta ese momento había frenado el avance de los alemanes hacia Austria y manifestado su preocupación por el rearme del Tercer Reich. El giro no dejó de generar temores entre los grupos dominantes.
Todas las medidas más importantes de la política exterior italiana –la guerra contra Etiopía, la constitución del Eje Berlín-Roma, la intervención en la Guerra Civil española y el ingreso en la Segunda Guerra Mundial– fueron aprobadas por Mussolini y sus consejeros más próximos. Aunque los industriales no intervinieron directamente, se beneficiaron con la política de rearme y de expansión territorial. No obstante, los preocupaban las repercusiones del nuevo rumbo: la desvinculación comercial de las potencias occidentales, la creciente intervención del gobierno en sus actividades y, sobre todo, temían al poder económico de la industria alemana. Después de la anexión de Austria aprobada por Hitler en 1938, Alemania se apropió de materias primas que antes habían ido a Italia, y colocó a los exportadores alemanes en una situación privilegiada. Con el nuevo aliado, Italia podía quedar relegada al papel de productora agrícola.
Cuando Mussolini entró en la Segunda Guerra, recién en 1940, lo hizo impulsado por su afán de gloria y creyendo que el triunfo del Eje posibilitaría la creación de un imperio italiano con base en los Balcanes y África del norte.


La fragilidad de la República de Weimar
Los primeros años de la posguerra fueron sombríos. Ni los comunistas ni la derecha radical aceptaron la República; esta contó con escasos adeptos realmente convencidos, la socialdemocracia fue su más decidido sostén. El gobierno provisional fue obligado por las potencias victoriosas a firmar una paz que los alemanes vivieron como humillante. Para muchos alemanes, la derrota en la guerra fue más una “puñalada por la espalda” de la dirigencia republicana que consecuencia del fracaso en los campos de batalla.
La Constitución aprobada a fines de julio en la ciudad de Weimar reconoció el derecho al voto a todos los hombres y mujeres mayores de veinte años, dispuso la elección directa del presidente y adoptó un sistema de representación proporcional que aseguraba la presencia de los partidos minoritarios. Aunque se pronunció a favor de una república democrática parlamentaria, dejó abierta la puerta al presidencialismo: en situaciones de emergencia se podía gobernar a través de decretos. Esta práctica, en principio excepcional, se hizo habitual a partir de 1930, cuando los ministros, ante un Reichstag dividido en distintas tendencias políticas, actuaron solo con el respaldo del presidente. El régimen republicano dejó intactos los pilares de la Alemania imperial: la burocracia, los jefes y oficiales del Ejército, la Magistratura, el cuerpo policial.
En las elecciones de enero de 1919 para constituir la Asamblea Constituyente los comunistas no se presentaron, la socialdemocracia obtuvo el 38% de los votos y los socialistas independientes cerca del 8 %. La mayoría de la población optó por partidos burgueses. Alemania era un país políticamente moderado y los partidos de centro-derecha tenían un peso destacado en electorado.
La presidencia quedó a cargo del socialista Ebert hasta su muerte en 1925, cuando fue elegido el mariscal Paul von Hindenburg con la activa movilización de la clase media. Aunque la socialdemocracia fue el partido más votado en las seis elecciones que se celebraron entre 1919 y 1930, en el marco del sistema proporcional no contó con el número necesario de diputados para formar gobierno propio. Después de las elecciones de junio 1920 la coalición acordada en 1919 perdió votos y crecieron los de la derecha y la izquierda. Recién en 1928, con casi el 30 % de los votos, un socialdemócrata volvió a ocupar el cargo de canciller.
El año 1923 fue especialmente crítico: la ocupación del Ruhr, la insurrección de los comunistas y el putsch de Munich. En los primeros meses, los gobiernos de Francia y Bélgica ocuparon el Ruhr y asumieron la explotación de las minas y ferrocarriles de la región para cobrarse las reparaciones de guerra. El gobierno alemán ordenó la resistencia pasiva y se lanzó a emitir moneda para atender las necesidades de la población. La trama social fue desgarrada por la más alta hiperinflación conocida hasta ese momento. Durante la crisis se formó un gobierno de coalición encabezado por Gustav Stresemann, hombre del Partido Popular Alemán, ligado a los intereses de la industria. Al frente del área económica, Hjalmar Schacht, una figura con sólidas relaciones en el mundo de las finanzas y futuro ministro de Economía del gobierno de Hitler, tomó drásticas medidas para reducir el gasto público y obtuvo ayuda de los banqueros norteamericanos a través del plan Dawes. La recuperación promovida por este crédito colocó a Alemania en una posición altamente dependiente del ingreso de capitales estadounidenses.
En el estado de Baviera, católico, campesino y particularista, el frustrado y violento intento de crear una república soviética en 1919 dejó profundas heridas en las que la derecha contrarrevolucionaria encontró condiciones propicias para afianzarse. El capitán del Reichswehr (Ejército alemán) Ernst Röhm propuso cursos de adoctrinamiento para asegurar la lealtad de los soldados a los altos mandos. El cabo Adolf Hitler,
uno de los asistentes, llamó la atención de sus superiores debido a sus dotes como orador, y le encomendaron controlar el Partido Alemán de los Trabajadores. Creado a fines de 1918, el ideario de este pequeño círculo combinaba el nacionalismo, la defensa de los derechos del trabajador y el antisemitismo. Hitler renunció al Ejército y se volcó decididamente a la actividad política.
El partido, reorganizado bajo el nombre de Partido Nacional Socialista de los Obreros Alemanes, presentó en 1920 su nuevo programa.
A través de sus veinticinco puntos articuló las ideas de los nacionalistas extremos –unión de todos los alemanes en una gran Alemania, anulación de los tratados de paz y negación de la ciudadanía a quien no llevara sangre alemana: los judíos, explícitamente, no podían ser alemanes– con reformas de sesgo socialista: abolición de la renta no ganada por el trabajo, nacionalización de las grandes empresas, reparto de los beneficios de la gran industria, reforma agraria radical. La propuesta no ganó por cierto la simpatía de los principales grupos económicos, pero los participantes de los mítines, con Hitler como orador, fueron cada vez más numerosos. Para guardar el orden en los actos se creó una fuerza de choque, la Sección de Asalto (SA) que bajo la conducción de Röhm recibiría formación militar.
Con la asunción de Stresemann, la relación entre el gobierno central y las autoridades de Baviera, protectoras de las múltiples asociaciones paramilitares locales, se acercó rápidamente al punto de ruptura. La derecha extrema deseaba “la marcha sobre Berlín” para instaurar un nuevo gobierno sin la influencia socialista. Pero el triunvirato que gobernaba Baviera no tenía intención de dejarse arrastrar a un enfrentamiento armado. Hitler y el ex jefe del Estado Mayor imperial y héroe de guerra, el general Erich Ludendorff, acordaron forzar el golpe. El 9 de noviembre se pusieron al frente de una manifestación que no logró ser masiva y fue violentamente reprimida por la policía. Hitler pudo huir y dos días después era arrestado.
Condenado a cinco años de prisión, solo estuvo recluido nueve meses. En la cárcel, mientras dictaba Mi lucha a Rudolf Hess, reconocería dos errores en la experiencia de Munich: haberse colocado en la ilegalidad y enfrentar al Ejército. No volvería a cometerlos.
La estabilización de la economía alemana y los logros de Stresemann en la política exterior abrieron un paréntesis de relativa calma. No obstante, la República careció de un sólido apoyo por parte de la población, y las instituciones imperiales no se reorganizaron en un sentido democrático. La campaña presidencial de 1925 en la que se impuso Paul von Hindenburg, el otro gran héroe de la campaña en el este, puso en evidencia el alto grado de movilización de la clase media; todas sus organizaciones: clubes, centros de tiro, asociaciones profesionales, coros ocuparon decididamente el espacio público, y aunque eligieron a un representante del orden prusiano la escena política se impregnó de un decidido tono popular, en el que prevaleció el sentimiento de una comunidad nacional entre iguales que relegaba las jerarquías del orden imperial.
Al salir de la cárcel, Hitler reorganizó el partido en un sentido que le posibilitó contar con poderes absolutos. Desmanteló la fracción radical dirigida por los hermanos Otto y Gregor Strasser, mientras que Joseph Göbbels, que había tachado a Hitler de pequeño burgués, pasó a ser uno de sus más incondicionales colaboradores. La SA, a pesar del disgusto de Röhm, quedó subordinada a la conducción de partido. Las SS (fuerzas de protección) creadas como un cuerpo reducido y selecto a cargo de la custodia de Hitler, quedaron bajo la dirección de la SA. Sin embargo, a partir del nombramiento de Heinrich Himmler en 1929 se autonomizaron y ganaron poder rápidamente, hasta convertirse en el instrumento de dominación distintivo del Tercer Reich. Fue un estado en el seno del Estado.
El partido nazi, desde su aparición en el campo electoral a mediados de 1924 y hasta que la crisis de 1929 agudizara las tensiones sociales, tuvo escasa inserción en el electorado (en diciembre de 1924 recogió 900.000 votos, y en mayo de 1928, 800.000) y se colocó a una considerable distancia de la derecha conservadora cada vez más radical. Fue básicamente en el marco de la crisis que el nazismo pasó al centro del escenario político. Sin embargo, el derrumbe económico no fue el que condujo en forma lineal e inevitable al ascenso de los nazis. Más importante fue la fuerte movilización política de diferentes sectores de la clase media, que lo hicieron abandonando y cuestionando a los partidos tradicionales para reivindicar la acción directa y un nuevo modo de hacer política de tono populista. El triunfo electoral de los nazis a partir de 1930 fue posible porque –en el marco de la crisis de los principales partidos y de la intensa activación ciudadana– fueron los que mejor supieron interpretar y representar las demandas de justicia social y rehabilitación del orgullo nacional de gran parte de la sociedad.
El ascenso de Hitler al gobierno fue facilitado también por los sectores poderosos de la sociedad –negocios, Ejército, grandes terratenientes, funcionarios de alto cargo, académicos, intelectuales, creadores de opinión–, que nunca habían aceptado la República.
Entre la renuncia del primer ministro socialdemócrata en 1930 y el nombramiento de Hitler en enero de 1933 se sucedieron una serie de gobiernos débiles y antiparlamentarios –Heinrich Brüning, Franz von Papen y el general Kurt von Schleicher–, que intentaron avanzar hacia un régimen autoritario vía la imposición de decretos de emergencia y las reiteradas disoluciones del Reichstag.
En ese lapso el Partido Nacional Socialista de los Obreros Alemanes se convirtió en un partido de masas. En las elecciones legislativas de setiembre de 1930 ganó unos 6 millones de votos respecto de las de 1928, y se convirtió en la segunda fuerza política del país, con el traspaso de electores de los partidos de centro y de la derecha a los nazis. En las elecciones presidenciales de principios de 1932 Hindenburg se impuso frente a Hitler, pero fue necesario convocar a una segunda vuelta para que Hindenburg fuera reelegido. En la primera vuelta Hitler sacó el 30% de los votos, Hindenburg el 49% y el candidato comunista Ernst Thälmann el 13%; en la segunda, Hindenburg el 53%, Hitler el 37% y Thälmann el 10%. Los seguidores del SPD (el Partido Socialdemócrata) votaron por el mariscal. El lema del KPD (Partido Comunista) fue: “un voto para Hindenburg es un voto para Hitler; un voto para Hitler es un voto para la guerra”.
En los comicios legislativos de fines de julio de 1932 el nazismo recogió el mayor caudal de votantes (37,3%) sin que este resultado le permitiera contar con mayoría propia; los comunistas también incrementaron su número de votos. La crisis social y económica abonaba la radicalización de la política. En este escenario, la Tercera Internacional, siguiendo las directivas de Moscú, descartó totalmente la posibilidad de una alianza con los socialistas. En el VI Congreso efectuado en 1928 se dio por concluido el período de estabilización del capitalismo con el anuncio de una severa crisis económica que posibilitaría la ofensiva revolucionaria del comunismo. En consecuencia, los partidos comunistas debían enfrentar a la socialdemocracia porque esta era solo la opción moderada de la burguesía para controlar la energía revolucionaria del proletariado. El terror fascista, la otra opción del capitalismo cuando la radicalización de las masas no permitía la vía del reformismo socialista, fue concebido como un fenómeno pasajero ante el avance arrollador de la lucha de clases. Bajo el capitalismo monopolista, según esta interpretación, el fascismo no era más que la “última” forma política de la dictadura burguesa, que sería seguida por la dictadura del proletariado. En el momento en que Hitler avanzaba hacia el poder, la izquierda alemana siguió dividida.
Las camarillas del entorno presidencial buscaron el apoyo del nazismo para contar con el aval de un movimiento de masas en la empresa de imponer el autoritarismo. Después de las elecciones de julio, le ofrecieron a Hitler ingresar en un gobierno de coalición, pero este rechazó la propuesta: quería el cargo de canciller. Había apostado a todo o nada. El partido, en cambio, presionaba a favor del ingreso en el gobierno. El Reichstag fue nuevamente disuelto. Los comicios de noviembre de 1932 no cambiaron nada. Los partidos que apoyaban al gobierno solo obtuvieron el 10% de los votos. En el campo de la izquierda, la socialdemocracia y el comunismo recogieron más de 13 millones de votos, pero eran rivales; los nazis, a pesar de haber perdido dos millones de votos, continuaron siendo la fuerza mayoritaria en el Reichstag.
Finalmente, a fines de enero de 1933 la derecha conservadora entregó el gobierno al jefe del partido que no había dudado en sembrar la violencia en su marcha hacia poder. El rechazo de los grupos poderosos por el orden republicano, las condiciones impuestas en la paz de Versalles, la profunda crisis política potenciada por la crisis social de 1930, junto con las divisiones en el campo de la izquierda, conformaron un escenario positivo para el ascenso del Führer. Las acciones de las elites tradicionales que le abrieron camino creyendo que podrían usarlo para terminar con la República y aniquilar a la izquierda fueron decisivas. Los nazis, por su parte, tuvieron la habilidad de presentarse como la opción política capaz de canalizar la movilización de los sectores medios combinando las aspiraciones nacionalistas con el afán de igualación social.


De la llegad al gobierno a la concentración del poder
A lo largo de 1933 se consumó el proceso de coordinación (Gleichschaltung) que desembocó en la instauración de la dictadura nazi. La rapidez y la profundidad de los cambios que afectaron al Estado y la sociedad alemana fueron asombrosas. La transformación se concretó en virtud de una combinación de medidas pseudolegales, terror, manipulación y colaboración voluntaria. Mussolini tardó tres años para llegar a este punto.
El gabinete que acompañó a Hitler en su ingreso al gobierno era básicamente conservador. Los nacionalsocialistas solo contaban con el ministro de Interior, un futuro ministerio de Propaganda para ubicar a Göbbels, y con Hermann Göring como ministro sin cartera. Este ya dirigía el poderoso Ministerio del Interior de Prusia. Con el propósito de contar con mayoría propia en el Reichstag, Hitler dispuso convocar a elecciones para el 5 de marzo. El incendio del edificio del Reichstag el 27 de febrero le posibilitó desatar una brutal ola de violencia contra la izquierda. No obstante, en los comicios de marzo los nacionalsocialistas, con el 43,8% de los votos, no alcanzaron el ansiado quórum propio. A pesar del terror desplegado, los votos socialdemócratas y comunistas apenas decayeron y el centro católico ganó algunas bancas. Cuando se reunió el Reichstag, sin la presencia de los comunistas encarcelados y perseguidos, todos los partidos, excepto los socialdemócratas, aceptaron votar la ley para la Protección del Pueblo y el Estado, que confería al gobierno plenos poderes para legislar sin consultar al Parlamento, e incluso para cambiar la Constitución. La liquidación del orden republicano se había concretado utilizando los mecanismos previstos en la Constitución.
Los adversarios políticos más activos fueron detenidos o huyeron del país. El primer campo de concentración se abrió en marzo de 1933 en Dachau, bajo la dirección de las SS, como centro de detención, tortura y exterminio de los militantes de izquierda. En mayo, después de la conmemoración del Día del Trabajo, fueron disueltos los sindicatos. A mediados de 1933 ya habían sido prohibidos o bien decidieron disolverse todos los partidos políticos. Entre marzo de 1933 y enero de 1934 se abolió la soberanía de los Länder (provincias) y se aprobó la ley que consagraba la unidad entre partido y Estado: el partido nazi era portador del concepto del Estado e inseparable de este, y su organización era determinada por el Führer. Casi todos los organismos de la sociedad civil fueron nazificados. Esta coordinación fue en general voluntaria. Las excepciones a este proceso fueron las Iglesias cristianas y el Ejército, que mantuvo su cuerpo de oficiales mayoritariamente integrado por hombres formados y consubstanciados con las jerarquías del orden imperial.
A mediados de 1934 se dio el segundo paso hacia el control total del poder por parte de Hitler. A fines de junio fue eliminada el ala radicalizada del nazismo, con la detención y asesinato de la cúpula de la SA. En segundo lugar, en agosto, después de la muerte de Hindenburg, el Ejército prestó juramento de lealtad a la persona de Hitler. Desde el ingreso al gobierno en las filas de la SA se había levantado el clamor a favor de una segunda revolución, sus miembros pretendían amplios poderes en la policía, en las cuestiones militares y en la administración civil. Sus aspiraciones generaban temor en las elites conservadoras y en el alto mando del Reichswehr, y eran resistidas por otros sectores del partido. Entre los dirigentes nazis que desaprobaban el estilo tumultuoso y anárquico de las tropas comandadas por Röhm se encontraba Göring, que quería librarse del polo de poder que constituía la SA en Prusia, mientras que Himmler y Reinhard Heydrich ambicionaban romper la subordinación de las SS respecto de la SA. Se encargaron de “probar” la existencia de un plan de golpe por parte de la SA. Hitler los dejó actuar a pesar de su estrecha relación con el hombre fuerte de la SA, y el 30 de junio, “La noche de los cuchillos largos”, desplegaron sus fuerzas asesinando y deteniendo a los supuestos complotados. No solo cayeron integrantes de la mencionada organización, también fueron ejecutados dos generales, dirigentes conservadores, el jefe de la Acción Católica y el dirigente nazi Gregor Strasser, que había competido con Hitler. Röhm fue asesinado en su celda luego de que se negara a suicidarse.
Después de la masacre, Hitler se presentó ante el Reichstag como “juez supremo” del pueblo alemán y reconoció que había dado “la orden de ejecutar a los que eran más culpables de esta traición”. Las Iglesias guardaron silencio. El Ejército salió robustecido solo en apariencia: había consentido una acción criminal que recayó sobre hombres de sus filas. La mayoría de la gente lo aprobó. El “asunto Röhm” benefició centralmente a las SS.
Al morir Hindenburg, se descartó el llamado a elecciones y fue aprobada la fusión de los cargos de presidente y canciller en la persona de Hitler. Una de sus consecuencias significativas consistió en que el Führer obtuviese el mando supremo de las fuerzas armadas; a partir de ese momento todo soldado quedó obligado a jurar lealtad y obediencia incondicional a Hitler. Los oficiales conservadores, muchos de ellos aristócratas que subestimaban al “cabo”, aceptaron subordinarse motivados por el plan de rearme y tranquilizados con la eliminación de la amenaza de la SA. El juramento de lealtad marcó simbólicamente la plena aceptación del nuevo orden por parte del Ejército que, por el momento, conservó su propia conducción.
A principios de 1938, Hitler alcanzó su mayor cuota de poder cuando avanzó sobre los espacios de poder aún en manos de los conservadores: la cúpula del Ejército y el Ministerio de Relaciones Exteriores. Tanto el ministro de Guerra como el jefe del Ejército fueron obligados a renunciar por razones relacionadas con su vida privada. El primero porque salió a la luz el pasado “poco honorable” de su nueva esposa; el segundo, ante acusaciones de homosexualidad. Con el retiro de ambos, Hitler asumió el cargo de comandante general de la Wehrmacht (ex Reichswehr) y en pocos días se procedió a reorganizar la cúpula militar. Al mismo tiempo se aprobó el reemplazo del conservador Konstantin von Neurath por el nazi Joachim von Ribbentrop en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Estos cambios fortalecieron la posición del bloque nazi en la orientación de la política exterior y en la elaboración del planeamiento estratégico-militar, y erosionaron la influencia de la Wehrmacht. En 1938 el bloque de fuerzas militares y policiales encabezado por las SS ganó terreno frente al Ejército.
Una vez consolidada la posición de Hitler, la dictadura estuvo lejos de asumir una organización jerárquica centralizada; el gobierno personalizado se combinó con la fragmentación de la trama estatal. El Estado alemán quedó sin ningún organismo central coordinador y con un jefe de gobierno escasamente dispuesto a dirigir el aparato burocrático. La voluntad del Führer deformaba la trama de la administración del Estado haciendo surgir una variedad de órganos dependientes de sus directivas que competían entre sí y se superponían. Hitler recurrió a la creación de nuevos organismos para responder a la proliferación de las metas o para salvar deficiencias de los que existían. Las nuevas agencias, por ejemplo la Juventud de Hitler, las oficinas del Plan Cuatrienal, desvinculadas del partido y del Estado, solo eran responsables ante el Führer. Esta política restaba coherencia al gobierno, incrementaba la burocracia y propiciaba la autonomía de Hitler. La personalización extrema se combinó con una arbitrariedad creciente. Al mismo tiempo, la corrupción se extendió en los organismos del Estado en la medida en que gran parte de las relaciones se basaron en la entrega de recompensas a cambio de la obtención de fidelidad personal.
Los dos principales centros de poder fueron el partido y las SS. Una vez conseguido el poder en 1933, el nsdap (el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán) engrosó sus filas y fue básicamente un vehículo de propaganda y de control social, pero nunca llegó a contar con una conducción unificada; su jefatura quedó en manos de un grupo de individuos sin lazos fuertes entre sí. Estas características lo inhabilitaron para imponer una orientación sistemática a la administración del Estado. No obstante, contó con amplias prerrogativas para incidir sobre nombramientos de funcionarios y para vetar los proyectos propuestos por los ministros. Una de las áreas en la que se comprometió con más celo fue la política racial: en este terreno, y mediante de la movilización de sus militantes, forzó la actuación legislativa del gobierno. Aunque nunca llegó a superarse el dualismo partido-Estado, se impuso el predominio del primero. Desde mediados de 1936 el aparato Policía-SS se constituyó en el principal pilar de un nuevo tipo de régimen. En este, el poder policíaco se hizo poder político y su misión de “defender la nación” careció de trabas y controles legales.
Desde el desfile a la luz de las antorchas organizado el 30 de enero de 1933, cuando Hitler fue nombrado canciller, Göbbels dejó claro la enorme significación de las ceremonias y de los recursos simbólicos para encuadrar la movilización social y forjar el vínculo entre el pueblo y el Führer. Al frente del Ministerio de Instrucción Popular y Propaganda manejó con extraordinaria eficacia los mítines de masas, los desfiles ritualizados y las coreografías colosales. Este ministerio tuvo a su cargo “todas las cuestiones de influencia espiritual sobre la nación”. El cine, en el que se destacó la producción de la controvertida actriz y directora Leni Riefenstahl, tuvo un valor especial para el ministro, que hablaba de actores y directores como “soldados de la propaganda”. La fiesta anual del partido, en el Luitpoldhain de Nuremberg, era un espectáculo grandioso al que asistían unos 100.000 espectadores y en el que se alineaban ante Hitler miles de hombres de la SA y de las SS, entre mares de esvásticas y de estandartes nacionales, en una formidable liturgia nacional que consagraba la vinculación orgánica del Führer con su partido y su pueblo. En el mismo espíritu, Göbbels hizo de los Juegos Olímpicos celebrados en Berlín en 1936 una verdadera exaltación de la raza aria, de Alemania y de Hitler.
El rearme, la autarquía económica y el espacio vital


Uno de los temas del debate sobre el nazismo ha girado en torno al problema de su relación con el capitalismo. Hasta dónde las políticas del gobierno nazi fueron determinadas por los objetivos de los grandes intereses económicos, en qué medida la autonomía de Hitler le permitió imponer sus aspiraciones ideológicas y políticas por sobre los fines de los capitalistas.
Ni los nazis fueron títeres del gran capital, ni Hitler plasmó una vez en el gobierno las obsesiones ideológicas que anunciara en Mi lucha, al margen de los intereses de los grupos de poder. Desde el inicio hubo coincidencias significativas entre los nazis, el Ejército y los grandes intereses económicos en torno al rearme. Una vez que este se puso en marcha dio paso a tensiones y desafíos que brindaron un terreno fértil para el despliegue de los fines expansionistas y raciales del nazismo. Simultáneamente, a lo largo de este proceso, en el bloque nazi fue ganado creciente poder el complejo aparato de las SS, el más consubstanciado en términos ideológicos y organizativos con la creación de un nuevo orden, que incluía el exterminio de los judíos.
Al llegar al gobierno Hitler no dejó de afirmar, frente a los militares y los organismos encargados de dar respuesta al problema del desempleo, que el gasto militar era prioritario, “todos los demás gastos tenían que subordinarse a la tarea del rearme”. Este objetivo agradó al alto mando del Ejército y junto con la expansión de la obra pública hizo descender el desempleo. Las enormes ganancias derivadas del auge de los armamentos y el aplastamiento de la izquierda consolidaron la relación entre los industriales y el gobierno. El programa despegó con fuerza en 1934; sin embargo, conducía a graves cuellos de botella: las divisas asignadas a los insumos destinados a satisfacer la industria de armamentos eran retaceadas a las industrias de bienes de consumo, que veían reducida su capacidad de importar y de satisfacer las demandas del mercado interno. Las tensiones afloraron en el primer estancamiento económico importante, a partir de 1935.
En el invierno de 1935-36, mientras los ingresos se mantenían al nivel de 1932, el costo general de la vida había aumentado y se cernía la amenaza de una crisis de alimentos. El elevado gasto en armamento no dejaba divisas disponibles para la importación de los bienes necesarios para mantener bajos los precios de consumo. A la escasez y los aumentos de precios se sumó el crecimiento del paro. A principios de 1936 el ministro de Economía, Schacht, a cargo de la asignación de las divisas, pidió que se redujese el ritmo de rearme. Estas demandas recogían los reclamos de los industriales vinculados con el mercado interno e interesados en preservar los vínculos comerciales de Alemania en el mercado mundial.
Los desafíos asociados al rearme condujeron hacia la autarquía y reforzaron el interés de Hitler por acelerar una expansión que permitiese obtener “espacio vital”. En los primeros meses de 1936 era evidente que ya no resultaba posible armonizar las demandas de un rearme rápido y un consumo interno creciente. Tanto el Ministerio de Armamentos como el de Alimentos reclamaban divisas que eran cada vez más escasas, y mientras el ministro de Economía presionaba para frenar al rearme, los militares propiciaban la aceleración del programa.
En la búsqueda de alternativas Schacht fue desplazado y Göring pasó a ocupar un papel central en la política económica. Dotado de poderes especiales, se puso al frente de un equipo que incluyó a representantes de la empresa IG Farben, para estudiar una solución. El plan cuatrienal elaborado por este grupo reconoció la necesidad de implantar una economía más dirigida y la posibilidad de satisfacer simultáneamente las distintas demandas mediante la elaboración de materias primas sintéticas, que frenarían las importaciones. Se suponía que con una producción cada vez más independiente del mercado mundial, los movimientos de la economía se sujetarían a las necesidades de la nación. Fue una decisión en la que ideología e intereses materiales estuvieron entrelazados.
El plan solo podía sostenerse por un tiempo limitado, durante el cual Alemania se prepararía para lograr su expansión territorial. Con el exitoso manejo de la crisis de 1936 y el papel dominante de Göring en el plano económico, la dirigencia nazi se afianzó en el poder y creció su autonomía respecto de los grupos industriales. Esto le permitió dar mayor prioridad y alcance a sus motivaciones ideológicas en la formulación de la política exterior. Esto no significó que el bloque nazi se desvinculase acabadamente del Ejército o de la gran industria; ambos acompañaron al gobierno en la búsqueda del espacio vital. La expansión territorial era un objetivo central de la ideología nazi, la crisis económica y las medidas instrumentadas para hacerle frente ofrecieron condiciones favorables para la puesta en marcha de la maquinaria bélica.

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Hobsbawm. La Caída del Liberalismo. (Selección de fragmentos)
De todos los acontecimientos de esta era de las catástrofes, el que mayormente impresionó a los supervivientes del siglo XIX fue el hundimiento de los valores e instituciones de la civilización liberal cuyo progreso se daba por sentado en aquel siglo, al menos en las zonas del mundo «avanzadas» y en las que estaban avanzando.
Esos valores implicaban el rechazo de la dictadura y del gobierno autoritario, el respeto del sistema constitucional con gobiernos libremente elegidos y asambleas representativas que garantizaban el imperio de la ley, y un conjunto aceptado de derechos y libertades de los ciudadanos, como las libertades de expresión, de opinión y de reunión. Los valores que debían imperar en el estado y en la sociedad eran la razón, el debate público, la educación, la ciencia y el perfeccionamiento (aunque no necesariamente la perfectibilidad) de la condición humana. Parecía evidente que esos valores habían progresado a lo largo del siglo y que debían progresar aún más... el movimiento obrero socialista, defendía, tanto en la teoría como en la práctica, los valores de la razón, la ciencia, el progreso, la educación y la libertad individual con tanta energía como pudiera hacerlo cualquier otro movimiento. La medalla conmemorativa del 1o de mayo del Partido Socialdemócrata alemán exhibía en una cara la efigie de Karl Marx y en la otra la estatua de la libertad. Lo que rechazaban era el sistema económico, no el gobierno constitucional y los principios de convivencia.
Sin duda las instituciones de la democracia liberal habían progresado en la esfera política y parecía que el estallido de la barbarie en 1914-1918 había servido para acelerar ese progreso. Excepto en la Rusia soviética, todos los regímenes de la posguerra, viejos y nuevos, eran regímenes parlamentarios representativos, incluso el de Turquía. En 1920, la Europa situada al oeste de la frontera soviética estaba ocupada en su totalidad por ese tipo de estados. En efecto, el elemento básico del gobierno constitucional liberal, las elecciones para constituir asambleas representativas y/o nombrar presidentes, sé daba prácticamente en todos los estados independientes de la época ...
A pesar de la existencia de numerosos regímenes electorales representativos, en los veinte años transcurridos desde la «marcha sobre Roma» de Mussolini hasta el apogeo de las potencias del Eje en la segunda guerra mundial se registró un retroceso, cada vez más acelerado, de las instituciones políticas liberales. Mientras que en 1918-1920 fueron disueltas, o quedaron inoperantes, las asambleas legislativas de dos países europeos, ese número aumentó a seis en los años veinte y a nueve en los años treinta, y la ocupación alemana destruyó el poder constitucional en otros cinco países durante la segunda guerra mundial. En suma, los únicos países europeos cuyas instituciones políticas democráticas funcionaron sin solución de continuidad durante todo el período de entreguerras fueron Gran Bretaña, Finlandia (a duras penas), Irlanda, Suecia y Suiza.
En definitiva, esta era de las catástrofes conoció un claro retroceso del liberalismo político, que se aceleró notablemente cuando Adolf Hitler asumió el cargo de canciller de Alemania en 1933. Considerando el mundo en su conjunto, en 1920 había treinta y cinco o más gobiernos constitucionales y elegidos (según como se califique a algunas repúblicas latinoamericanas), en 1938, diecisiete, y en 1944, aproximadamente una docena. La tendencia mundial era clara. Tal vez convenga recordar que en ese período la amenaza para las instituciones liberales procedía exclusivamente de la derecha ... Hasta entonces el término «totalitarismo», inventado como descripción, o autodescripción, del fascismo italiano, prácticamente sólo se aplicaba a ese tipo de regímenes. La Rusia soviética (desde 1923, la URSS) estaba aislada y no podía extender el comunismo (ni deseaba hacerlo, desde que Stalin subió al poder). .. Como lo demostró la segunda oleada revolucionaria que se desencadenó durante y después de la segunda guerra mundial, el temor a la revolución social y al papel que pudieran desempeñar en ella los comunistas estaba justificado, pero en los veinte años de retroceso del liberalismo ni un solo régimen democrático-liberal fue desalojado del poder desde la izquierda. El peligro procedía exclusivamente de la derecha, una derecha que no sólo era una amenaza para el gobierno constitucional y representativo, sino una amenaza ideológica para la civilización liberal como tal, y un movimiento de posible alcance mundial, para el cual la etiqueta de «fascismo», aunque adecuada, resulta insuficiente. Es insuficiente porque no todas las fuerzas que derrocaron regímenes liberales eran fascistas. Es adecuada porque el fascismo, primero en su forma italiana original y luego en la versión alemana del nacionalsocialismo, inspiró a otras fuerzas antiliberales, las apoyó y dio a la derecha internacional una confianza histórica. En los años treinta parecía la fuerza del futuro.
Las fuerzas que derribaron regímenes liberales democráticos eran de tres tipos, dejando a un lado el sistema tradicional del golpe militar empleado en Latinoamérica para instalar en el poder a dictadores o caudillos carentes de una ideología determinada. Todas eran contrarias a la revolución social y en la raíz de todas ellas se hallaba una reacción contra la subversión del viejo orden social operada en 1917- 1920. Todas eran autoritarias y hostiles a las instituciones políticas liberales... Todas esas fuerzas tendían a favorecer al ejército y a la policía, o a otros cuerpos capaces de ejercer la coerción física, porque representaban la defensa más inmediata contra la subversión. En muchos lugares su apoyo fue fundamental para que la derecha ascendiera al poder. Por último, todas esas fuerzas tendían a ser nacionalistas, en parte por resentimiento contra algunos estados extranjeros, por las guerras perdidas o por no haber conseguido formar un vasto imperio, y en parte porque agitar una bandera nacional era una forma de adquirir legitimidad y popularidad. Había, sin embargo, diferencias entre ellas. Los autoritarios o conservadores de viejo cuño —el almirante Horthy en Hungría; el mariscal Mannerheim, vencedor de la guerra civil de blancos contra rojos en la nueva Finlandia independiente; el coronel, y luego mariscal, Pilsudski, libertador de Polonia; el rey Alejandro, primero de Serbia y luego de la nueva Yugoslavia unificada; y el general Francisco Franco de España— carecían de una ideología concreta, más allá del anticomunismo y de los prejuicios tradicionales de su clase. Si se encontraron en la posición de aliados de la Alemania de Hitler y de los movimientos fascistas en sus propios países, fue sólo porque en la coyuntura de entreguerras la alianza «natural» era la de todos los sectores de la derecha… En el período en que se produjo la caída del liberalismo, la Iglesia se complació en esa caída, con muy raras excepciones...
Hay que referirse ahora a los movimientos a los que puede darse con propiedad el nombre de fascistas. El primero de ellos es el italiano, que dio nombre al fenómeno, y que fue la creación de un periodista socialista renegado, Benito Mussolini, .. El propio Adolf Hitler reconoció su deuda para con Mussolini y le manifestó su respeto, incluso cuando tanto él como la Italia fascista demostraron su debilidad e incompetencia en la segunda guerra mundial. A cambio, Mussolini tomó de Hitler, aunque en fecha tardía, el antisemitismo que había estado ausente de su movimiento hasta 1938, y de la historia de Italia desde su unificación.
De no haber mediado el triunfo de Hitler en Alemania en los primeros meses de 1933, el fascismo no se habría convertido en un movimiento general. De hecho, salvo el italiano, todos los movimientos fascistas de cierta importancia se establecieron después de la subida de Hitler al poder. Destacan entre ellos el de los Flecha Cruz de Hungría, que consiguió el 25 por 100 de los sufragios en la primera votación secreta celebrada en este país (1939), y el de la Guardia de Hierro rumana, que gozaba de un apoyo aún mayor. ..
No es fácil decir qué era lo que desde 1933 tenían en común las diferentes corrientes del fascismo, aparte de la aceptación de la hegemonía alemana. La teoría no era el punto fuerte de unos movimientos que predicaban la insuficiencia de la razón y del racionalismo y la superioridad del instinto y de la voluntad... No es posible tampoco identificar al fascismo con una forma concreta de organización del estado, el estado corporativo: la Alemania nazi perdió rápidamente interés por esas ideas, tanto más en cuanto entraban en conflicto con el principio de una única e indivisible Volksgemeinschaft o comunidad del pueblo. Incluso un elemento aparentemente tan crucial como el racismo estaba ausente, al principio, del fascismo italiano. Por otra parte, como hemos visto, el fascismo compartía el nacionalismo, el anticomunismo, el antiliberalismo, etc., con otros elementos no fascistas de la derecha. Algunos de ellos, en especial los grupos reaccionarios franceses no fascistas, compartían también con él la concepción de la política como violencia callejera.
La principal diferencia entre la derecha fascista y la no fascista era que la primera movilizaba a las masas desde abajo. .. El fascismo se complacía en las movilizaciones de masas, y las conservó simbólicamente, como una forma de escenografía política —las concentraciones nazis de Nuremberg, las masas de la Piazza Venezia contemplando las gesticulaciones de Mussolini desde su balcón—, incluso cuando subió al poder; lo mismo cabe decir de los movimientos comunistas. Los fascistas eran los revolucionarios de la contrarrevolución: en su retórica, en su atractivo para cuantos se consideraban víctimas de la sociedad, en su llamamiento a transformarla de forma radical, e incluso en su deliberada adaptación de los símbolos y nombres de los revolucionarios sociales… aunque el fascismo también se especializó en la retórica del retorno del pasado tradicional y obtuvo un gran apoyo entre aquellos que habrían preferido borrar el siglo anterior, si hubiera sido posible, no era realmente un movimiento tradicionalista... Propugnaba muchos valores tradicionales, lo cual es otra cuestión. Denunciaba la emancipación liberal —la mujer debía permanecer en el hogar y dar a luz muchos hijos— y desconfiaba de la insidiosa influencia de la cultura moderna y, especialmente, del arte de vanguardia, al que los nacionalsocialistas alemanes tildaban de «bolchevismo cultural» y de degenerado. Sin embargo, los principales movimientos fascistas —el italiano y el alemán— no recurrieron a los guardianes históricos del orden conservador, la Iglesia y la monarquía...
El pasado al que apelaban era un artificio. Sus tradiciones eran inventadas. El propio racismo de Hitler no era ese sentimiento de orgullo por una ascendencia común, pura y no interrumpida ... Era, más bien, una elucubración posdarwiniana formulada a finales del siglo XIX, que reclamaba el apoyo (y, por desgracia, lo obtuvo frecuentemente en Alemania) de la nueva ciencia de la genética o, más exactamente, de la rama de la genética aplicada («eugenesia») que soñaba con crear una superraza humana mediante la reproducción selectiva y la eliminación de los menos aptos. La raza destinada a dominar el mundo con Hitler ni siquiera tuvo un nombre hasta 1898, cuando un antropólogo acuñó el término «nórdico». Hostil como era, por principio, a la Ilustración y a la revolución francesa, el fascismo no podía creer formalmente en la modernidad y en el progreso, pero no tenía dificultad en combinar un conjunto absurdo de creencias con la modernización tecnológica en la práctica
es necesario explicar esa combinación de valores conservadores, de técnicas de la democracia de masas y de una ideología innovadora de violencia irracional, centrada fundamentalmente en el nacionalismo. Ese tipo de movimientos no tradicionales de la derecha radical habían surgido en varios países europeos a finales del siglo XIX como reacción contra el liberalismo (esto es, contra la transformación acelerada de las sociedades por el capitalismo) y contra los movimientos socialistas obreros en ascenso y, más en general, contra la corriente de extranjeros que se desplazaban de uno a otro lado del planeta en el mayor movimiento migratorio que la historia había registrado hasta ese momento. .. Los años finales del siglo XIX anticiparon lo que ocurriría en las postrimerías del siglo XX e iniciaron la xenofobia masiva, de la que el racismo —la protección de la raza pura nativa frente a la contaminación, o incluso el predominio, de las hordas subhumanas invasoras— pasó a ser la expresión habitual.
El sustrato común de esos movimientos era el resentimiento de los humildes en una sociedad que los aplastaba entre el gran capital, por un lado, y los movimientos obreros en ascenso, por el otro. O que, al menos, les privaba de la posición respetable que habían ocupado en el orden social y que creían merecer, o de la situación a que creían tener derecho en el seno de una sociedad dinámica. Esos sentimientos encontraron su expresión más característica en el antisemitismo, que en el último cuarto del siglo XIX comenzó a animar, en diversos países, movimientos políticos específicos basados en la hostilidad hacia los judíos. Los judíos estaban prácticamente en todas partes y podían simbolizar fácilmente lo más odioso de un mundo injusto, en buena medida por su aceptación de las ideas de la Ilustración y de la revolución francesa que los había emancipado y, con ello, los había hecho más visibles. Podían servir como símbolos del odiado capitalista/financiero; del agitador revolucionario; de la influencia destructiva de los «intelectuales desarraigados» y de los nuevos medios de comunicación de masas; de la competencia —que no podía ser sino «injusta»— que les otorgaba un número desproporcionado de puestos en determinadas profesiones que exigían un nivel de instrucción; y del extranjero y del intruso como tal. Eso sin mencionar la convicción generalizada de los cristianos más tradicionales de que habían matado a Jesucristo. .. Existe por ello una continuidad directa entre el antisemitismo popular original y el exterminio de los judíos durante la segunda guerra mundial.
Los nuevos movimientos de la derecha radical que respondían a estas tradiciones antiguas de intolerancia, pero que las transformaron fundamentalmente, calaban especialmente en las capas medias y bajas de la sociedad europea, y su retórica y su teoría fueron formuladas por intelectuales nacionalistas que comenzaron a aparecer en la década de 1890. El propio término «nacionalismo» se acuñó durante esos años para describir a esos nuevos portavoces de la reacción. .. No obstante, dado que el fascismo tenía dificultades para atraer a los elementos tradicionales de la sociedad rural y que era el enemigo jurado de las ideologías y partidos identificados con la clase obrera organizada, su principal apoyo natural residía en las capas medias de la sociedad.
Hasta qué punto caló el fascismo en la clase media es una cuestión sujeta a discusión. Ejerció, sin duda, un fuerte atractivo entre los jóvenes de clase media, especialmente entre los estudiantes universitarios de la Europa continental que, durante el período de entreguerras, daban apoyo a la ultraderecha. .. Entre 1930 y 1932, los votantes de los partidos burgueses del centro y de la derecha se inclinaron en masa por el partido nazi. Sin embargo, no fueron ellos los constructores del fascismo. Por la forma en que se dibujaron las líneas de la lucha política en el período de entreguerras, esas capas medias conservadoras eran susceptibles de apoyar, e incluso de abrazar, el fascismo. La amenaza para la sociedad liberal y para sus valores parecía encarnada en la derecha, y la amenaza para el orden social, en la izquierda. Fueron sus temores los que determinaron la inclinación política de la clase media. Los conservadores tradicionales se sentían atraídos por los demagogos del fascismo y se mostraron dispuestos a aliarse con ellos contra el gran enemigo.
...durante el período de entreguerras, la alianza «natural» de la derecha abarcaba desde los conservadores tradicionales hasta el sector más extremo de la patología fascista, pasando por los reaccionarios de viejo cuño. Las fuerzas tradicionales del conservadurismo y la contrarrevolución eran fuertes, pero poco activas. El fascismo les dio una dinámica y, lo que tal vez es más importante, el ejemplo de su triunfo sobre las fuerzas del desorden. (El argumento habitual en favor de la Italia fascista era que «Mussolini había conseguido que los trenes circularan con puntualidad».)
Sin ningún género de dudas el ascenso de la derecha radical después de la primera guerra mundial fue una respuesta al peligro, o más bien a la realidad, de la revolución social y del fortalecimiento de la clase obrera en general, y a la revolución de octubre y al leninismo en particular. Sin ellos no habría existido el fascismo, pues aunque había habido demagogos ultraderechistas políticamente activos y agresivos en diversos países europeos desde finales del siglo XIX, hasta 1914 habían estado siempre bajo control. Desde ese punto de vista, los apologetas del fascismo tienen razón, probablemente, cuando sostienen que Lenin engendró a Mussolini y a Hitler. Sin embargo, no tienen legitimidad alguna para disculpar la barbarie fascista, como lo hicieron algunos historiadores alemanes en los años ochenta (Nolte, 1987), afirmando que se inspiraba en las barbaridades cometidas previamente por la revolución rusa y que las imitaba.
Es necesario, además, hacer dos importantes matizaciones a la tesis de que la reacción de la derecha fue en lo esencial una respuesta a la izquierda revolucionaria. En primer lugar, subestima el impacto que la primera guerra mundial tuvo sobre un importante segmento de las capas medias y medias bajas, los soldados o los jóvenes nacionalistas que, después de noviembre de 1918, comenzaron a sentirse defraudados por haber perdido su oportunidad de acceder al heroísmo. El llamado «soldado del frente» (Frontsoldat) ocuparía un destacado lugar en la mitología de los movimientos de la derecha radical —Hitler fue uno de ellos— y sería un elemento importante en los primeros grupos armados ultranacionalistas … (Este era) un grupo pequeño en términos relativos, pero numeroso en términos absolutos, una minoría para la cual la experiencia de la lucha, incluso en las condiciones de 1914-1918, era esencial e inspiradora; para quien el uniforme, la disciplina y el sacrificio así como las armas, la sangre y el poder, eran lo que daba sentido a su vida masculina... Esos Rambos de su tiempo eran reclutas naturales de la derecha radical.
La segunda matización es que la reacción derechista no fue una respuesta al bolchevismo como tal, sino a todos los movimientos, sobre todo los de la clase obrera organizada, que amenazaban el orden vigente de la sociedad... Lenin era el símbolo de esa amenaza, más que su plasmación real. Para la mayor parte de los políticos, la verdadera amenaza no residía tanto en los partidos socialistas obreros, cuyos líderes eran moderados, sino en el fortalecimiento del poder, la confianza y el radicalismo de la clase obrera, que daba a los viejos partidos socialistas una nueva fuerza política ... Ha sido una racionalización a posteríori la que ha hecho de Lenin y Stalin la excusa del fascismo.
Con todo, lo que es necesario explicar es por qué la reacción de la derecha después de la primera guerra mundial consiguió sus triunfos cruciales revestida con el ropaje del fascismo, puesto que antes de 1914 habían existido movimientos extremistas de la ultraderecha ...(que) Tuvieron cierta influencia política en el seno de la derecha y en algunos círculos intelectuales, pero en ninguna parte alcanzaron una posición dominante. Lo que les dio la oportunidad de triunfar después de la primera guerra mundial fue el hundimiento de los viejos regímenes y, con ellos, de las viejas clases dirigentes y de su maquinaria de poder, influencia y hegemonía. En los países en los que esos regímenes se conservaron en buen estado no fue necesario el fascismo...
Las condiciones óptimas para el triunfo de esta ultraderecha extrema eran un estado caduco cuyos mecanismos de gobierno no funcionaran correctamente; una masa de ciudadanos desencantados y descontentos que no supieran en quién confiar; unos movimientos socialistas fuertes que amenazasen —o así lo pareciera— con la revolución social, pero que no estaban en situación de realizarla; y un resentimiento nacionalista contra los tratados de paz de 1918-1920. En esas condiciones, las viejas elites dirigentes, privadas de otros recursos, se sentían tentadas a recurrir a los radicales extremistas, como lo hicieron los liberales italianos con los fascistas de Mussolini en 1920-1922 y los conservadores alemanes con los nacionalsocialistas de Hitler en 1932-1933. .. Sin embargo, el fascismo no «conquistó el poder» en ninguno de los dos estados fascistas, aunque en ambos recurrió frecuentemente a la retórica de «ocupar la calle» y «marchar sobre Roma». En los dos países, el fascismo accedió al poder con la connivencia del viejo régimen o (como en Italia) por iniciativa del mismo, esto es, por procedimientos «constitucionales».
La novedad del fascismo consistió en que, una vez en el poder, se negó a respetar las viejas normas del juego político y, cuando le fue posible, impuso una autoridad absoluta. La transferencia total del poder, o la eliminación de todos los adversarios, llevó mucho más tiempo en Italia (1922-1928) que en Alemania (1933-1934), pero una vez conseguida, no hubo ya límites políticos internos para lo que pasó a ser la dictadura ilimitada de un «líder» populista supremo (duce o Führer).
Probablemente, el fascismo no habría alcanzado un puesto relevante en la historia universal de no haberse producido la Gran Depresión. Italia no era por sí sola un punto de partida lo bastante sólido como para conmocionar al mundo... Tras la recuperación económica de 1924, el Partido Nacionalsocialista quedó reducido al 2,5-3 por 100 de los votos, en las elecciones de 1928 obtuvo poco más de la mitad de los votos que consiguió el pequeño y civilizado Partido Demócrata alemán, algo más de una quinta parte de los votos comunistas y mucho menos de una décima parte de los conseguidos por los socialdemócratas. Sin embargo, dos años más tarde consiguió el apoyo de más del 18 por 100 del electorado, convirtiéndose en el segundo partido alemán. Cuatro años después, en el verano de 1932, era con diferencia el primer partido, con más del 37 por 100 de los votos... Sin ningún género de dudas, fue la Gran Depresión la que transformó a Hitler de un fenómeno de la política marginal en el posible, y luego real, dominador de Alemania. ”
Hobsbawm, E. La Caída del liberalismo. Cap. IV. De Historia del Siglo XX. Pág. 115 a 145


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Interpretaciones y debates
Las razones que dan cuenta de la aparición de regímenes fascistas y la naturaleza de estos movimientos han suscitado numerosas interpretaciones. A costa de simplificar un debate complejo, los estudios se pueden clasificar en dos grandes perspectivas: las estructuralistas y las intencionalistas. Las primeras se centran en la combinación de factores que hicieron posible la emergencia y el éxito de estos nuevos regímenes. En este grupo se encuentran diferentes corrientes. Entre las más clásicas se distinguen, por un lado, la marxista ortodoxa, que vinculó al fascismo con la necesidad del gran capital de recurrir a la dictadura política para garantizar su supervivencia, y por otro la versión que lo presenta como un modo de acceder a la modernización en aquellos países cuya industrialización había sido tardía, débil o bien muy dependiente de sectores tradicionales. En el caso alemán se ha insistido mucho en el carácter excepcional de su evolución histórica (el denominado Sonderweg o camino especial), en la que convivieron estructuras muy arcaicas de carácter político con otras muy avanzadas en el plano económico. Esta contradicción sería la explicación básica de la aparición del nazismo alemán.
En un principio, la perspectiva intencionalista se centró en el papel clave de Hitler. El mito de un Hitler todopoderoso y omnipresente empezó con el fin de la guerra. Las memorias y biografías de generales alemanes aparecidas en los años cincuenta contribuyeron a representarlo como un hombre sediento de poder que centralizaba todas las decisiones y que no dejaba margen a la discusión y mucho menos a la contradicción. Esta narrativa estuvo presente también en la obra de académicos, literatos y cineastas. Hitler apareció como el único responsable de todos los males de Alemania y de Europa, de las matanzas, los exterminios y las atrocidades.
La versión historiográfica liberal alemana, dominante en las décadas de 1950 y 1960, se negó a considerar al nazismo como una expresión del fascismo genérico, especialmente en virtud de la orientación impuesta a la política exterior nazi y de la instrumentación del genocidio judío. Desde esta versión, las obsesiones ideológicas de Hitler fueron reconocidas como la causa principal de los rasgos básicos del régimen, signado por un alto grado de irracionalidad y un marcado sesgo autodestructivo. La barbarie nazi era un caso único y excepcional. Sin embargo, esta explicación simplificó el problema. El nazismo pasó a ser básicamente hitlerismo, mientras que el papel del resto de los actores, el de los que colaboraron y el de los que concedieron, quedaba en las sombras como si hubieran actuado, o bien bajo el influjo del líder carismático o bien obedeciendo órdenes.
La historiografía más reciente ha buscado estudiar a Hitler como un dirigente producto de su momento y sus circunstancias históricas, que recibió el apoyo y la admiración de amplísimos sectores al interior de Alemania, y que además fue visualizado, por las democracias occidentales, durante los primeros años, como un freno frente al peligro del comunismo, y que también generó expectativas entre quienes lo vieron como una alternativa viable a la “decadente democracia”. En los mejores trabajos históricos, Hitler no deja de tener un papel protagónico en el proceso nazi, pero sus ideas, acciones y decisiones no son suficientes para explicar la dinámica del nazismo.
Entre los politólogos, especialmente en el marco de la Guerra Fría, ganó terreno la categoría de totalitarismo. Este término fue utilizado en 1923 por Giovanni Amendola, diputado opositor de los fascistas, en un discurso en el que denunciaba el control impuesto a las diferentes instituciones italianas. Mussolini lo retomó en un discurso pronunciado en junio de 1925, en el que reivindicaba “la feroz voluntad totalitaria de su régimen”, y siete años después Giovanni Gentile, teórico fascista, lo desarrolló en el capítulo “Fascismo” de la Enciclopedia Italiana,en el que aparece como negación del liberalismo político. “El liberalismo negaba al Estado en beneficio del individuo particular, el fascismo reafirma al Estado como la realidad verdadera del individuo. (...) Ya que para el fascista todo está en el Estado, y nada humano o de espiritual existe (...) fuera del Estado. En ese sentido, el fascismo es totalitario”.
En los años treinta el concepto de régimen totalitario fue ganando espacio para designar únicamente los regímenes fascistas y nazis.
Con el desarrollo de la Guerra Fría, en el bloque occidental se propuso la categoría totalitarismo para definir tanto al nazifascismo como al régimen soviético. El modelo totalitario permitía presentar políticamente el régimen estalinista como equivalente del régimen hitleriano y convertir a la democracia liberal en su contramodelo absoluto. En el bloque comunista se impuso la concepción de la Tercera Internacional, que definió el fascismo como una reacción de la burguesía ante el derrumbe del capitalismo; en consecuencia, los regímenes fascistas y nazis están más cerca del bloque occidental que de la URSS, ya que el fascismo es una evolución probable del capitalismo.
El alemán exiliado en Estados Unidos Carl Friedrich fue uno de los principales autores de la definición universitaria del totalitarismo. En el artículo “The Unique Character of Totalitarian Society”, incluido en la obra colectiva Totalitarianism, publicada en 1954, Friedrich definió el régimen totalitario en base a cinco rasgos claves:
Una ideología oficial del Estado;
un partido único de masas;
monopolio de los medios de combate;
monopolio de los medios de comunicación;
control policíaco terrorista, que define a los adversarios como enemigos y en forma arbitraria.
En 1956 Carl Friedrich y Zbigniew Brzezinski, futuro consejero para la Seguridad Nacional del presidente demócrata Jimmy Carter, redactaron la primera edición de Totalitarian Dictatorship and Autocracy, trabajo en el que Friedrich retoca su modelo de cinco puntos y le agrega uno más: el control de la economía por el Estado.
En la década de 1960 se produjo una profunda renovación en la historiografía de izquierda, que rompe con el molde economicista del marxismo estructuralista y avanza en el estudio de las conexiones entre las diferentes dimensiones: política, económica, ideológica, culturales del régimen nazi. Al mismo tiempo se destacan la limitaciones del concepto de totalitarismo: la identificación de las similitudes más evidentes pasaba por alto las diferencias entre los regímenes fascistas y los regímenes comunistas, tanto en el plano de la organización material como en la ideología, en los modos de toma del poder, en la relación con el capitalismo, en las relaciones entre cada uno de estos regímenes con las diferentes clases sociales. Aunque ambos regímenes, como proponía la categoría de totalitarismo, debían ser rechazados por el uso sistemático del terror ejercido por el Estado, la subestimación de diferencias claves impedía avanzar en la explicación de procesos históricos con marcados contrastes.
Tanto en el campo de la historia como en el de las ciencias sociales son múltiples las perspectivas desde las que se han propuesto explicaciones del fenómeno fascista. En todos los casos, los estudiosos han combinado presupuestos teóricos, adhesiones ideológicas y juicios de valor. Y aunque el debate seguirá abierto, los trabajos historiográficos ofrecen cada vez más la posibilidad de articular contextos e intenciones a través de la reconstrucción de cada experiencia singular, sin perder de vista los rasgos y procesos compartidos en que se apoya el concepto de fascismo.

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La comprensión del fenómeno político (y moral) del nacionalsocialismo resulta todavía a inicios del siglo XXI un campo de debate particularmente abierto. Tal vez sea difícil aún hoy comprender el significado de Hitler y, especialmente, se hace difícil entender si el nazismo está (o no) realmente muerto o que parte de él ha pervivido en los usos y costumbres de la manipulación de masas (es un hecho que toda la publicidad posterior copió el modelo nazi) y en la acción política democrática.
Si la historia es usada como herramienta para dar sentido al conflicto, es obvio que se está muy lejos de comprender históricamente al nacionalsocialismo porque el debate no es historiográfico sino político. Las controversias e interpretaciones más significativas del nazismo no son sólo debates académicos sobre metodología histórica, sino que plantean un problema político acuciante hoy: el del significado del totalitarismo en la vida cotidiana de las democracias. Cuando se discute sobre Hitler y el nazismo nunca se discute ‘sólo’ sobre Hitler y el nazismo. En la medida que no existe un consenso sobre el significado del totalitarismo, las polémicas historiográficas remiten a algo no dicho pero obvio en el trasfondo del tema. Verdaderos o falsos debates sobre el totalitarismo son también debates sobre cómo entender los peligros que acechan a la democracia y sobre cómo preservar la memoria del horror para impedir su regreso.
A modo de ejemplo resumiremos muy por encima las principales discusiones actuales entre historiadores y filósofos, sobre la naturaleza del nazismo que, en buena parte, van mucho más allá de lo que las apariencias académicas indican.

1.-Sistema o individuo: En este debate la pregunta central es si el nazismo y Hitler pueden ser explicados como consecuencia de un sistema cultural que ya venía de lejos (la concepción luterana de la obediencia, Federico II y el militarismo prusiano, el imperativo categórico kantiano, el romanticismo patriótico de Fichte, Bismark, etc.) y que culmina en Hitler. O si por el contrario como sostuvo Gerhard Ritter en Europa y la cuestión alemana (1948), Hitler nada tuvo que ver con esa tradición (en definitiva culturalista y aristocratizante) sino que instauró una ‘movilización total’ y un sistema político de masas que sin relación de continuidad con el viejo conservadurismo. En este sentido el nazifascismo sería «un paréntesis» y no una consecuencia de la historia europea.
Para los defensores de la especificidad de Hitler, éste no sería más (ni menos) que el mejor demagogo de la historia, capaz de fascinar a las masas de una manera antes jamás conocida. Hitler habría sido el primero en usar las técnicas de condicionamiento psicológico a gran escala. Joseph-Peter Stern en Hitler, el Führer y el pueblo (1975) insistió en que Hitler fue un mito forjado sobre el culto a la voluntad, la inspiración profética, el ritual trascendente y la indiferencia ante las condiciones reales de la sociedad.

2.- Intencionalidad o circunstancia: Es el debate sobre si Hitler y el nazismo obraron de acuerdo a un plan o si lo hicieron azuzados por circunstancias que, en la mayor parte de las ocasiones, se escaparon a su control. Eberhardt Jäckel en Hitler ideólogo (1969) insistió en que Hitler fue realizando sistemáticamente el programa contenido en el ‘Mein Kampf’, el del ‘Segundo libro’ (1928), nunca publicado por demasiado obvio en lo referente a política internacional y el del ‘Testamento político’ recogido por Martin Bormann (1945). El programa deba prioridad a la política de conquista (el ‘espacio vital’), al militarismo y al odio obsesivo hacia todo lo judío y se realizó punto por punto. Se justifica en el hecho de que el judío es la fuente de todos los males y el factor disolvente de la comunidad nacional. El genocidio estaría así en el centro mismo del proyecto nazi en la medida que el antisemitismo une a Hitler con las masas.
Los partidarios de la teoría del nazismo como respuesta a circunstancias excepcionales (Franz Neumann en La dictadura alemana) no han dejado de indicar que el nazismo fue siempre un caos institucional, sometido a continuas luchas entre el Estado y el partido. El Führer era mucho más indeciso y débil de lo que se supone y existían diversos y contradictorios grupos de presión en el entorno de Hitler, movidos por la improvisación inevitable por la dualidad de poder (Estado – partido), por lo menos hasta que Göring intentó romper con ella en 1937-1938. Para esta visión del nazismo, el partido era ineficaz y corrupto, de manera que sus decisiones eran finalmente de un alcance muy limitado.
En la lectura propugnada por Hans Mommsen (Bochum), la ‘solución final’ no habría sido producto de una decisión programática sino de la decisión tomada por las SS de desembarazarse de los judíos expulsados de Alemania y reagrupados en Polonia a los que, por la situación bélica, era imposible, expulsar hacia Rusia. Una vez iniciado el movimiento de exterminación, Heydrich lo habría sistematizado. En todo caso lo que existiría es una responsabilidad colectiva. Las viejas élites del Estado prusiano serían tan responsables del exterminio como la ‘hubris’ de un solo hombre.

3.- Esencialismo o funcionalismo: Es el debate propiamente filosófico y sociológico. Para los partidarios del primer modelo, cuya representante más conocida es Hannah Arendt, existe algo así como una ‘esencia’ del totalitarismo –y en tal sentido se puede asociar al debate sobre el mal en la historia y sobre la presencia de lo diabólico mismo en la racionalidad. La ‘hubris’ hacía su camino. La publicación de los Diartios de Victor Klemperer ha mostrado de una manera muy precisa que el totalitarismo es inseparable de la construcción de un lenguaje esencialista, cuya presencia es cotidiana y asfixiante.
En cambio, para los funcionalistas, cuyos representantes básicos son Aron y Brzezinski, el nazismo no se habría producido por ninguna necesidad metafísica (los pueblos no se suicidan), sino que se dieron una serie de características diversas (desde la miseria producida por el tratado de Versalles, el elitismo de Weimar, el militarismo, las contradicciones políticas internacionales, etc.), cuya conjunción dio origen a Hitler.

4.- Conservadurismo o modernidad: Es el debate sobre la significación de la cultura en la política y tiene una honda significación en la medida en que muchos de los autores de este periodo son citados sistemáticamente por el pensamiento neoconservador surgido en el fétido ambiente cultural propiciado por el presidente americano George Bush (hijo).
Hay dos lecturas significativas que están de acuerdo en lo que habría sido el nazismo, una revolución conservadora, pero que no coinciden cuando se hace referencia a si este habría sido más o menos ‘tocado’ por la revolución industrial.
Encontramos, por una parte el viejo racismo ‘popular’ [völkisch] que exalta el paganismo, el paisaje del norte, la tierra y la sangre, en la estela de Huston Chamberlain, del darwinismo social y del catolicismo más antisemita. Es el tradicionalismo partidario de mantener la ‘pureza’ primigenia el [Ur-volk] y que maldice un mundo que, por lo demás, les rechaza. Para Daniel J. Goldhagen, en Los verdugos voluntarios de Hitler, es toda Alemania, y no sólo los jerarcas del partido, la que desea la solución final, en la medida que la cultura alemana participa de unos valores culturales tradicionales y racistas.
Si embargo para muchos otros autores, el nazismo sería la culminación de una ‘revolución conservadora’ paradójicamente moderna, marcada por la teoría del pesimismo cultural y por el convencimiento de la necesidad de reaccionar ante la supuesta decadencia espiritual alemana [el Kulturpessimismus]. Autores como Oswald Spengler, los hermanos Jünger, el jurista católico Carl Schmitt y el curioso nacional-bolchevique Ernst Niekisch representarían el aspecto ‘moderno’ (nietzscheano y schopenhauriano) de esta revuelta contra los ideales de la Ilustración en nombre la patria, que usa la tecnología como instrumento pero aborrece de ella en la medida que disuelve los lazos esenciales de la comunidad.
El propio Ernst Nolte en La crisis del sistemka liberal y los movimientos fascistas de 1971, ofrece una lista de los acontecimientos que la crítica cultural conservadora consideraba síntomas de decadencia y contra los cuales se manifiesta el nacional-socialismo: «el crecimiento de las ciudades, la pérdida del modo de vida natural, la complicación del pensamiento jurídico, las ansias de provecho del capitalismo, las conspiraciones de los masones, la decadencia de los grandes valores, el retroceso de la aristocracia ante la burguesía, la emancipación de la mujer, la creciente dependencia de Alemania de la economía mundial, pero ante todo la aparición del marxismo» (p. 193). Lo paradójico es que esta crisis de la tradición sólo podía ser superada mediante la técnica y mediante la ‘movilización total’ (Jünger), es decir de una forma que nada tenía que ver con la tradición y el conservadurismo. Como ha observado el propio Nolte: «… en este caso, los caracteres fundamentales del pensamiento conservador se han unido a modos de pensar que hasta entonces siempre habían sido considerados como anticonservadores: la total falta de respeto hacia lo ‘presente’ y hacia los ‘mayores’, una voluntad de cambio radical, la manía del ‘poder hacer’. Precisamente esa unidad inconsistente de lo más antiguo y lo más moderno, empero, es el rasgo básico esencial de todo fascismo, el que lo diferencia del conservadurismo más apasionado y decidido» (p.193-194).

5.- La querella de los historiadores (Historikerstreit)El artículo de Ernst Nolte en el Frankfurter AZ, un diario de centro-derecha (coeditado por Joachim Fest), bajo el título de ‘Un pasado que no quiere pasar’ (6 de junio de 1986) provocó la respuesta de Jürgen Habermas (11 de julio de 1986) insistiendo en que los alemanes nunca habían aceptado su ‘culpabilidad’, lo que significaba que Alemania todavía no había podido hacer su ‘trabajo del duelo’ por el nazismo. El intercambio de textos dio lugar a una furibunda polémica, llamada ‘la querella de los historiadores’ que convirtió a Nolte en un paria intelectual pero que abrió una brecha muy importante para los estudios sobre el totalitarismo.
Según Nolte (y François Furet, el único historiador consagrado que aceptó dialogar con él en Fascismo y comunismo, 1998), el nazismo debía explicarse por el miedo al comunismo. Sería, pues: ‘Una reacción nacida de la ansiedad producida por la revolución rusa’. El comunismo habría sido el primer sistema en proponer una aniquilación total (de una clase social, la burguesía en este caso) y cuando los nazis inician el exterminio de los judíos, Auschwitz es una imitación o un espejo del Gulag. El asesinato racial de los nazis sería, así, una consecuencia del asesinato de clase de los bolcheviques. Por lo demás, los judíos serían ‘prisioneros de guerra’ en la medida que Chaïm Weizmann, presidente de la ‘Jewis Agency for Palestine’ había dicho (5 de septiembre de 1939) que los judíos de todo el mundo lucharían junto a Inglaterra y las democracias.
De hecho Nolte ya había afirmado en su primera obra El fascismo en su época (1963) que el fascismo era una reacción contra la modernidad y, en tal sentido, constituía un ‘fenómeno negativo’ (entendiendo la negación en el sentido hegeliano). Nolte había sido discípulo de Heidegger y ello no deja de tener su importancia en el debate. Para Nolte, Action Francaise era la tesis, el fascismo italiano la antítesis y el nacional-socialismo constituía la síntesis. Tesis que no deja de ser una manera elegante de declarar lo que hará explícito más adelantes: que todos los países pueden tener ‘su’ Hitler- cosa que Nolte planteó al decir que Vietnam era ‘una versión cruel de Auschwitz’.
El fascismo a nivel político es una negación del marxismo, a nivel sociológico es una negación del espíritu burgués y metapolíticamente significa una negación de la modernidad (que él denomina resistencia a la trascendencia). Y de ahí su oposición a todo tipo de judaísmo que a su parecer significaba la modernidad, el mundo de la gran banca, etc.
La obra de Nolte, aún ‘maldita’, plantea un grave problema historiográfico: en su opinión el hecho de que Auschwitz no estuviese durante decenios en el centro del debate historiográfico (el tema sólo empezó a interesar después de la guerra de Vietnam, e incluso gentes como Primo Levi tuvo problemas para encontrar editor), significa que leer el totalitarismo desde los campos nazis es tanto como hacer ‘historia retrospectiva’. El Reich no fue destruido por totalitario, ni los aliados hicieron nada para impedir Auschwitz. Por lo tanto no tiene sentido leer la 2ª Guerra mundial como una lucha de la democracia contra el totalitarismo. De ahí que Nolte propugne, como Michael Stürmer, especialista en la Alemania de Bismarck y consejero del canciller Helmut Kohl que hay que recuperar la integralidad de la historia alemana, abordando sin vergüenza histórica la restauración de la unidad nacional. Puestas las cosas de este modo, el debate que se plantea no es historiográfico, sino básicamente moral: ¿puede ‘normalizarse’ el nazismo?, ¿en que tipo de sociedad creemos cuando el nazismo o el estalinismo son ‘normales? Es evidente que, por lo demás hay una gran necesidad por parte de alguna gente (académicos incluidos), para blanquear o limpiar su pasado. 

¿Estaba programada de antemano el genocidio judío?

Dos corrientes historiográficas han intentado comprender el modo en que se organizó el genocidio de los judíos. Ambas están de acuerdo en constatar la enormidad de los crímenes cometidos, pero ¿cuál fue el papel personal jugado por Hitler? ¿Cuál el de los nazis en su conjunto?
Unos son los "intencionalistas", que piensan que el genocidio estaba ya presente en el primer programa de Hitler, en 1919/20; los otros son "funcionalistas", que sostienen que el genocidio se planteó sobre la marcha, a menudo mediante la improvisación y en medio de la pugna entre diversos poderes del sistema nazi.
Los "intencionalistas": Para este grupo de historiadores, las preguntas sobre el surgimiento de la solución final encuentran respuesta en la retórica antisemita de Hitler que, en diferentes periodos de su carrera, materializa en los judíos un objetivo constante. De esta forma, Hitler aparece como el motor de la política antisemita nazi, manifestando en sus opiniones una línea de pensamiento coherente. Hitler es, asimismo, considerado como el único estratega con suficiente autoridad y determinación para llevar a cabo la realización de la solución final. En la que puede ser la obra más leída sobre este aspecto (La guerra contra los judíos), Lucy Dawidowicz sostiene que el Fürher preparaba ya el terreno para el exterminio masivo en septiembre de 1939, durante la invasión de Polonia. "La aniquilación de los judíos y la guerra eran interdependientes", escribe. Los desórdenes de la guerra proporcionaron a Hitler la cobertura necesaria para cometer los asesinatos desenfrenados. Tales operaciones necesitaban de un escenario donde las reglas de la moral o los habituales códigos de la guerra no tuvieran ya lugar". Septiembre de 1939 vio pues desarrollarse una "doble guerra": por una parte, una guerra de conquista buscando por medios tradicionales el control de las materias primas y la creación de un imperio; por otra, la guerra contra los judíos, la confrontación decisiva contra el principal enemigo del Tercer Reich. Desde esta perspectiva, la orden de exterminio en masa a escala europea, lanzada a finales de la primavera o durante el verano de 1941, se deriva directamente de las ideas de Hitler acerca de los judíos; ideas que ya había expresado en 1919. Pudo, en diversas ocasiones, camuflar o minimizar la importancia de su programa de aniquilación. Pero, insiste Dawidowicz, sus intenciones no variaron jamás: "Hitler había formulado planes a largo plazo para realizar sus objetivos ideológicos, y la destrucción de los judíos era su núcleo fundamental". Tomando la expresión del historiador británico Tim Mason, Chistopher Browning fue el primero en calificar de "intencionalista" esta interpretación que pone el acento sobre el papel jugado por Hitler en la puesta en ejecución del asesinato de los judíos de Europa, detectando un alto grado de obstinación, de coherencia y de lógica en el desarrollo de la política antisemita de los nazis, de la que el principal objetivo era el exterminio masivo. Los "funcionalistas", que critican esta corriente, insisten más sobre la evolución de los objetivos nazis, al compás de los acontecimientos azarosos de la política alemana y de la interacción entre esta y los mecanismo internos del Tercer Reich.
Los funcionalistas: Esta corriente se desarrolló en torno a importantes historiadores alemanes como Martin Broszat. Los trabajos de Martin Broszat, de Hans Mommsen y de muchos otros ponen en cuestión la idea de que la evolución del Tercer Reich fuera el resultado de la aplicación de un plan preestablecido, enunciado en el Mein Kampf y minuciosamente preparado durante el "periodo de lucha" previo a la toma del poder, en 1933. Rechazan el hecho de que tal programa hubiera podido imponerse sin zaherir a todos los componentes de la sociedad alemana y más aún al resto de la sociedad internacional. Critican el postulado de base de este análisis, llamado intencionalista, que sostiene que Hitler fue el factor determinante del sistema criminal puesto en funcionamiento por los nazis, y que la violencia extrema y una posición omnipotente le permitieran concretar su visión racista del mundo. Frente a esta perspectiva, los funcionalistas retomaron y desarrollaron una idea sugerida en 1942 por el sociólogo exiliado Fraz Neumann. Lejos de conformar un bloque, el régimen nazi estaba sometido a fuerzas centrífugas que constituían apartados en los que la interacción definía su especificidad: el aparato del partido propiamente dicho, sus múltiples organizaciones satélites (profesionales, culturales, juveniles...), el ejército, las fuerzas económicas, en las que se juntan aparatos totalitarios que escapan al control tanto del partido como del Estado. Dos hechos esenciales se deducen de esta interpretación. Por una parte, el sistema nazi se construyó sobre la dinámica de un movimiento discontinuo. La etapa final – la radicalización asesina -, no puede erigirse en el punto de arranque de todo análisis, porque el Tercer Reich estuvo sujeto a una temporalidad propia, es el producto de una historia que se trata precisamente de analizar. Lejos de ser un sistema rígido y cerrado, el estado hitleriano fue un sistema relativamente abierto, a veces anárquico, en evolución permanente y del que uno de sus resortes fue la existencia de fuertes rivalidades entre las diversas fuentes de poder, eso que Broszat denomina la "policracia nazi". Por otra parte, en este sistema, la función de Hitler, que está lejos de ser el dictador todopoderoso tantas veces descrito, era la de garantizar la cohesión del sistema. Su voluntad personal era un factor menos determinante que el "mito del Führer", elaborado por una propaganda eficaz y omnipresente. Este mito o esta mística tenía como objetivo movilizar las energías, integrar a los diferentes estratos sociales (por el terror, la persuasión o la exclusión) y legitimar un régimen cuyos mecanismos internos escapaban en parte a sus dirigentes.
Esta corriente se ha mostrado especialmente fecunda para estudiar la génesis de la solución final, los procesos de decisión y los complejos resortes de su aplicación. Sobre este punto en concreto, los historiadores de la corriente funcionalista han reevaluado a la baja el peso personal de Hitler en beneficio de otras instancias de decisión centrales o locales, y han insistido sobretodo en la importancia decisiva de las circunstancias políticas y militares de 1940-1941. Una vez efectuada la deportación y la concentración a gran escala de las poblaciones judías del este, y en particular de los judíos polacos, los responsables nazis, especialmente los de la Polonia ocupada, se encontraron ante una situación material inadministrable que la invasión de la URSS, en junio de 1941, y el avance de las tropas alemanas en el frente oriental volvieron aún más crítica. La decisión de exterminar en masa a los judíos, que se produce según ellos en el otoño de 1.941, sería el resultado de una conjunción de factores: el fanatismo ideológico extremo (la condición necesaria), las divergencias de los aparatos burocráticos, las pujanzas radicales resultantes y la anarquía de una situación que los nazis no controlaban, a pesar de que ellos mismos la habían creado.

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Bibliografía 

* Hernández Sandioca, Elena. “Los Fascismos europeos”. Madrid, 1992.

* Borejsza, Jerzy. “La escalada del odio” Madrid, 200

* Béjar, María Dolores (Dir) “El Fascismo” en Carpetas Docentes de Historia, Historia del mundo contemporáneo. FAHCE, Universidad de la Plata.


* Hobsbawm. “Historia del siglo XX”












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