A lo largo
del siglo XIX las tres principales familias políticas fueron el
liberalismo, el conservadurismo y el socialismo. En las dos últimas
décadas emergió una nueva derecha intensamente nacionalista y
antisemita que fue capaz de movilizar y ganar la adhesión de
diferentes sectores sociales, tanto en Viena como en París y en
Berlín. El fascismo se nutrió de ideas y de actitudes distintivas
de esta derecha radical de fines del siglo XIX, en el sentido de que
ambos recogieron sentimientos de frustración al tiempo que asumieron
la violenta negación de las promesas de progreso basadas en la razón
enunciadas por el liberalismo y el socialismo. Pero además, en el
marco de la democracia de masas, las ceremonias patrias junto con
numerosos grupos –las sociedades corales masculinas, las del tiro
al blanco y las de gimnastas– fomentaron y canalizaron mediante sus
actos festivos y sus liturgias la conformación de un nuevo culto
político, el del nacionalismo, que convocaba a una participación
política más vital y comunitaria que la idea “burguesa”
de democracia parlamentaria.
Aunque es
posible reconocer continuidades entre ideas y sentimientos gestados a
fines del siglo xix y los asumidos más tarde por los fascistas, muy
seguramente, sin la catástrofe de la Gran Guerra y la miseria social
derivada de la crisis económica de 1929, el nazifascismo no se
hubiera concretado.
Aunque los
movimientos de sesgo fascista tuvieron una destacada expansión en el
período de entreguerras, muchos de ellos no pasaron de ser grupos
efímeros, como el encabezado por Mosley en Gran Bretaña, los
Camisas Negras de Islandia o la Nueva Guardia de Australia. En otros
países, si bien lograron cierto grado de arraigo –los casos de
Cruz de Flechas en Hungría o Guardia de Hierro en Rumania–, los
grupos de poder tradicionales retuvieron su control del gobierno vía
dictaduras. El triunfo del fascismo no fue el resultado inevitable de
la crisis de posguerra.
El fenómeno
fascista solo prosperó donde confluyeron una serie de elementos que
le ofrecieron un terreno propicio. En este sentido, Italia y Alemania
compartían rasgos significativos: el régimen liberal carecía de
bases sólidas, y existía un alto grado de movilización social: no
solo la de la clase obrera que adhería al socialismo, también la
del campesinado y los sectores medios decididamente antisocialistas.
Este escenario fue resultado de un proceso en el que se combinaron
diferentes factores. Si bien la trayectoria de cada país fue
singular, es factible identificar algunos procesos compartidos. En
primer lugar, el ingreso tardío, pero a un ritmo acelerado, a la
industrialización dio lugar a contradicciones sociales profundas y
difíciles de manejar. Por una parte, porque la aparición de una
clase obrera altamente concentrada en grandes unidades industriales y
cohesionada en organizaciones sindicales potentes acentuó la
intensidad de los conflictos sociales. Por otra, porque la presencia
de sectores preindustriales –artesanos, pequeños comerciantes,
terratenientes, rentistas– junto al avance de los nuevos actores
sociales –obreros y empresarios– configuró una sociedad muy
heterogénea atravesada abruptamente por diferentes demandas de
difícil resolución en el plano político. En segundo lugar, la
irrupción de un electorado masivo, debido a las reformas electorales
de 1911 en Italia y de 1919 en Alemania, socavó la gestión de la
política por los notables, pero sin que las elites fueran capaces de
organizar partidos de masas: esto lo harían los fascistas. Por
último, tanto Italia como Alemania, aunque estuvieron en bandos
opuestos en la Primera Guerra, vivenciaron los términos de la paz
como nación humillada. En Alemania especialmente, el sentimiento de
agravio respecto de Versalles estaba ampliamente extendido; no fue un
aporte original del nazismo buscar la revancha contra los vencedores
de la Gran Guerra.
La
experiencia de la guerra alimentó en muchos una adhesión
incondicional a la paz; para ellos resultó muy difícil y doloroso
reconocer que las obsesiones ideológicas del nazismo solo serían
frenadas a través de las armas. Los pacifistas estaban convencidos
de que las masacres en los campos de batalla no contribuían a
encontrar salidas justas a las tribulaciones de los pueblos. En
otros, en cambio, la guerra de trincheras alimentó una mística
belicista: en ellos perduró “el deseo abrumador de matar”, según
las palabras de Ernst Jünger.
Quienes
decidieron vivir peligrosamente, como propuso el fascismo, y en el
culto a la violencia, encontraron la vía para manifestar sus más
hondos y potentes impulsos; no dejaron las armas, e integraron las
formaciones paramilitares que proliferaron en la posguerra: los
Freikorps alemanes o los Fasci di combattimento italianos. Muchos
gobiernos no fascistas recurrieron a estos grupos para impedir un
nuevo Octubre rojo, más temido que realmente factible. La izquierda
también se armó para defenderse, pero en ningún caso contó con el
apoyo de los organismos de seguridad estatales, que no solo
consintieron sino que también colaboraron con los grupos armados de
la derecha radical.
Las
condiciones que hicieron posible el arraigo del fascismo son solo una
parte del problema para explicar el éxito de los fascistas. También
es preciso dar cuenta de qué ofrecieron, cómo lo hicieron y quiénes
acudieron a su convocatoria.
A través de
su oratoria y sus prácticas, el fascismo se definió como
antimarxista, antiliberal y antiburgués. En el plano afirmativo se
presentó –con sus banderas, cantos y mítines masivos– como una
religión laica que prometía la regeneración y la anulación de las
diversidades para convertir a la sociedad civil en una comunidad de
fieles dispuestos a dar la vida por la nación. Los fascistas
italianos y los nazis alemanes, especialmente en la etapa inicial,
presentaron programas revolucionarios –en parte anticapitalistas–
en los que recogían reclamos y ansiedades de diferentes sectores de
la sociedad. Al mismo tiempo, en un contexto signado por la pérdida
de sentido y la desorganización social, los partidos brindaron un
lugar de encuadramiento seguro, disciplinado, y supieron canalizar la
energía social a través de las marchas, las concentraciones de
masas y la creación de escuadras de acción. El partido, además,
ofreció un jefe. La presencia de un líder carismático a quien se
le reconocieron los atributos necesarios para salir de la crisis fue
un rasgo clave del fascismo. Tanto Mussolini como Hitler fueron jefes
plebeyos con gran talento para suscitar la emoción y ganar la
adhesión de distintos sectores ya movilizados.
El fascismo
tuvo una base social heterogénea. Recogió especialmente el apoyo de
la clase media temerosa del socialismo, de los propietarios rurales,
de los grupos más inestables y desarraigados, de la juventud, y
particularmente de los excombatientes que constituyeron el núcleo de
las primeras formaciones paramilitares; también logró el
reconocimiento de sectores de la clase obrera atraídos por sus
promesas sociales.
Los
fascistas y los nazis llegaron al gobierno en virtud de su capacidad
para recoger demandas y agravios variados, y también porque lograron
convencer a los grupos de poder de que podían representar sus
intereses y satisfacer sus ambiciones mejor que cualquier partido
tradicional. Los elencos políticos a cargo del gobierno, en Italia y
Alemania, decidieron aliarse con los fascistas y los nazis
convencidos de que podrían ponerlos a su servicio para liquidar a la
izquierda y preservar el statu quo.
Los grandes capitalistas, por su parte, no manifestaron una adhesión
ni temprana ni calurosa a los movimientos fascistas. Aunque el tono
anticapitalista del fascismo fue selectivo y rápidamente se moderó,
el carácter plebeyo de los movimientos generaba reservas entre los
grandes propietarios. Hasta el ingreso al gobierno de Hitler, por
ejemplo, las contribuciones económicas fueron destinadas en primer
lugar a los conservadores, la opción preferida por los capitales más
concentrados. Pero estos no pusieron objeciones a la designación de
los líderes fascistas como jefes de gobierno. Una vez en el poder,
ni Hitler ni Mussolini cuestionaron el capitalismo, pero subordinaron
su marcha y fines, especialmente a partir de la guerra, a la
realización del “destino glorioso de la
nación”. Ellos
asumieron ser sus auténticos intérpretes.
Desde el
gobierno, ambos líderes, a diferentes ritmos –y con mayor decisión
el Führer– avanzaron en revolucionar el Estado y la sociedad
mediante las organizaciones paralelas del partido. Estas actuaron
como corrosivo de los organismos estatales –Magistratura, Policía,
Ejército, autoridades locales– y buscaron remodelar la sociedad,
desde las intervenciones sobre la educación, pasando por la
organización del uso del tiempo libre, hasta, muy especialmente, el
encuadramiento y movilización de las juventudes, para crear el
hombre nuevo. Los jefes máximos nunca llegaron a imponer sus
directivas de arriba hacia abajo en forma acabadamente ordenada. La
presencia de diferentes camarillas en pugna confirió un carácter en
gran medida caótico a la marcha del régimen, sin que por eso el
Duce o el Führer fueran dictadores débiles.
El terror
fue un componente de ambos regímenes, mucho más central en el
nazismo, pero fue solo uno de los instrumentos para lograr la
subordinación de la sociedad; también se recurrió a la concesión
de beneficios y la integración de la población en nuevos
organismos. Si bien los fascistas suprimieron los sindicatos
independientes y los partidos socialistas, su política apuntó a
integrar material y culturalmente a la clase obrera. Al mismo tiempo
que subordinaba a los trabajadores políticamente y los disciplinaba
socialmente, el fascismo promovió la idea de igualdad y la
disolución de las jerarquías: el plato único nacional, la fuerza
con alegría, el Volkswagen para todos, el Frente Alemán del
Trabajo, el Dopolavoro fueron manifestaciones, bastante eficaces, del
afán por crear la comunidad popular. La contribución más
importante del nazismo en el plano social fue restablecer el pleno
empleo antes de finales de 1935, mediante la ruptura radical con la
ortodoxia económica liberal. Los fascistas se pronunciaron a favor
de un nuevo tipo de organización económico-social. Como expresión
de su vocación revolucionaria y a la vez anticomunista, el fascismo
contrapuso, al socialismo internacionalista, un socialismo nacional y
autárquico que combinaba la intervención estatal en la economía
con la propiedad privada. Por lo general defendió un sistema
corporativo que integrara los distintos grupos y clases sociales bajo
la dirección del partido, y fuera capaz de acabar con la lucha de
clases.
La ubicación
del fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán como las
expresiones más logradas del fenómeno fascista no implica
desconocer importantes contrastes entre ambos: el peso decisivo del
antisemitismo genocida en el régimen nazi, que fue más tardío y
menos radical en Italia; la más acabada conquista del Estado y la
sociedad por parte del nazismo; la mayor autonomía de Hitler
respecto de los grupos de poder; la política exterior más orientada
hacia el imperialismo tradicional, en el caso de Mussolini, y
dirigida hacia la imposición del predominio de la raza aria en el de
Hitler.
El fascismo
fue centralmente una forma de hacer política y acumular poder para
llegar al gobierno, primero, y para “revolucionar” el Estado y la
sociedad después. Desde esta perspectiva, el fascismo se presentó
simultáneamente como alternativa al impotente liberalismo burgués
frente al avance de la izquierda, como decidido competidor y violento
contendiente del comunismo y como eficaz restaurador del orden
social. En la ejecución de estas tareas se distinguió de los
autoritarios tradicionales porque no se limitó a ejercer la
violencia desde arriba. Los fascismos se destacaron por su capacidad
para movilizar a las masas apelando a mitos nacionales. El partido
único y las organizaciones paramilitares fueron instrumentos
esenciales para el reclutamiento de efectivos, para la toma y la
conservación del poder, y su estilo político se definió por la
importancia concedida a la propaganda, la escenografía y los
símbolos capaces de suscitar fuertes emociones. Los fascistas
organizaron la movilización de las masas, no para contar con
súbditos pasivos, sino con soldados fanáticos y convencidos. Su
contrarrevolución fue en gran medida revolucionaria, aunque en un
sentido diferente del de la revolución burguesa y la revolución
socialista.
*** *** ***
Evolución
política de Italia
Después de
los esfuerzos de guerra, parte de la sociedad italiana sintió que
había perdido la paz. En la Primera Guerra Mundial, Italia se unió
a la Entente luego de firmar el tratado de Londres con Gran Bretaña
y Francia en abril de 1915, a través del cual se comprometió a
declarar la guerra a Austria mediante “justas compensaciones” que
incluían Istra, Trieste, parte de Dalmacia y de las islas, la
frontera de Brennero y territorios coloniales. Aunque en Versalles
las fronteras italianas se extendieron, no todas las aspiraciones de
Roma se vieron satisfechas, y el ministro Orlando abandonó la
conferencia disgustado.
Los
nacionalistas más radicalizados recurrieron a la fuerza para
expresar su rechazo a la “victoria mutilada”. El poeta Gabriel
D'Annunzio, al frente de los legionarios, ocupó la ciudad de Fiume
(septiembre de 1919-diciembre de 1920), que al margen de los reclamos
de Italia había sido incluida en la recién creada Yugoslavia. La
expedición de D'Annunzio fue un golpe de fuerza que creó un
peligrosísimo precedente. Los legionarios, con la complicidad de las
autoridades militares, demostraron que a través de una movilización
bien organizada era factible colocar al gobierno en una encrucijada.
El movimiento concitó la adhesión de los nacionalistas y de los
antiliberales que proponían la transformación radical del orden
social, al que calificaban de injusto y decadente. En Fiume,
D'Annunzio inventó buena parte de los símbolos que luego haría
suyos el fascismo: el saludo romano, los uniformes, los gritos
rituales.
La decisión
de ingresar en la Primera Guerra mundial había sido tomada por el
rey Víctor Manuel III y la camarilla que lo rodeaba sin tener en
cuenta al parlamento ni a la opinión pública y sin considerar la
falta de preparación militar de las fuerzas armadas. En Italia, la
“unión sagrada” no alcanzó los niveles de adhesión que logró
en otros países. Al regresar del frente, los excombatientes no
recibieron el reconocimiento agradecido de sus compatriotas y, al
mismo tiempo, en el marco de la crisis y la agitación social, les
resultó muy difícil reincorporarse a una vida normal. Los
excombatientes se sintieron defraudados y encontraron en el fascismo
una respuesta a sus ansiedades, y básicamente una organización que
les ofrecía la posibilidad de canalizar los sentimientos y las
energías gestadas en el frente de batalla.
El fascismo
nació oficialmente el 23 de marzo de 1919, en el mitin convocado por
Benito Mussolini en un local de la plaza San Sepolcro, de Milán, al
que asistieron muy pocas personas y donde se crearon los fascios de
combate (Fasci italiani di combattimento).
Estos aunaron la retórica del nacionalismo con la del sindicalismo
revolucionario y fueron apoyados por las fuerzas de choque (arditi);
por los sindicalistas revolucionarios y por los futuristas, una de
las expresiones de la vanguardia artística El manifiesto-programa
aprobado en la reunión reivindicaba el espíritu “revolucionario”
de la nueva organización. La declaración
de 1919 era antimonárquica, anticlerical, y reconocía demandas del
movimiento obrero.
Benito
Mussolini ingresó muy joven al Partido Socialista, abocándose
plenamente al periodismo y la política. En su formación tuvo una
fuerte influencia Georges Sorel, el teórico del sindicalismo
revolucionario.
Después de
cumplir el servicio militar entre 1905 y 1907, desarrolló en Trento
su actividad como periodista y agitador sindical, y fue expulsado de
la localidad por la policía austríaca. En los años previos a la
Primera Guerra Mundial se hizo cargo en Milán del diario socialista
Avanti, desde donde
enunció los principios del pacificismo: “Abajo la guerra, La
guerra es la gran traición”. Sin embargo, al estallar el conflicto
pasó rápidamente a un neutralismo militante para terminar asumiendo
un belicismo total: la propaganda antibélica era obra de los
“bellacos, los curas, los jesuitas, los burgueses y los
monárquicos”. En virtud de este giro fue expulsado del Partido
Socialista y en noviembre de 1914 fundó en Milán el diario Il
Popolo D'Italia. Como otros
intervencionistas de izquierda, Mussolini concibió la guerra como
una forma de acción extrema y revolucionaria en la que se jugaba el
destino del mundo, e Italia no podía quedar al margen permaneciendo
neutral. En agosto de 1915 partió como voluntario al frente, donde
cayó herido en febrero de 1917. Al salir del hospital retomó la
dirección del Il Popolo D'Italia.
La crisis
económica y política generó el terreno propicio para que el
fascismo prosperara. La gran industria había tenido un fuerte
crecimiento durante la guerra, beneficiada por las compras del Estado
y la ausencia de competencia. Con la paz, se restringió la
posibilidad de colocar sus productos y se puso en evidencia que sus
precios eran poco competitivos en el mercado internacional. Para las
grandes empresas metalúrgicas como Ilva y Ansaldo, la de automóviles
Fiat o la de neumáticos Pirelli, se restringieron los cuantiosos
beneficios. La destrucción causada por la guerra y la subida de los
precios arruinaron a gran parte de los pequeños propietarios, a
quienes dependían de un sueldo y a los ahorristas. Los pequeños
burgueses percibieron que su posición era más difícil y débil que
la del proletariado, que contaba con sus organizaciones sindicales
para defender su salario de la inflación. La agitación obrera
alcanzó su máxima expresión en el llamado bienio
rosso (1919-1920). Los obreros del norte
protagonizaron una oleada de huelgas, en las que, bajo la conducción
de los comunistas, intentaron, sin éxito, tomar el control de las
fábricas. El primer ministro Giovanni Giolitti optó por no recurrir
a la fuerza y esperar a que el movimiento llegara a su fin por
agotamiento, como efectivamente ocurrió. Sin embargo, su actitud fue
percibida como falta de firmeza para enfrentar al radicalismo
revolucionario y causó hondo resentimiento en los industriales, así
como en una clase media temerosa del caos social. La propuesta de los
fascistas de liquidar el peligro rojo con el uso de la fuerza fue
acogida con beneplácito, o pasivamente, por gran parte de la
sociedad.
La intensa
agitación social y la reforma del sistema electoral antes de la
guerra fueron de la mano con el avance de los dos principales
partidos de masas, el Socialista y el Popular, creado por el
sacerdote Luigi Sturzo en 1919. En las elecciones legislativas de
noviembre de 1919, los liberales perdieron la posibilidad de seguir
controlando las Cámaras. Sobre un total de 500 escaños el Partido
Socialista obtuvo 156, el triple que en las anteriores elecciones, y
el Partido Popular 100. Este último incluía desde sinceros
democratacristianos hasta conservadores, unidos por el ideal católico
y por la hostilidad hacia los liberales anticlericales que desde la
unidad italiana habían monopolizado el poder. Los socialistas, que
contaban con el apoyo de la Confederación General del Trabajo,
obtuvieron sus mayores triunfos entre los obreros de los grandes
centros industriales como Milán, Turín y Génova, y entre los
trabajadores agrícolas del valle del Po. Ambos se hallaban muy
divididos internamente. Ni los católicos ni los socialistas eran
aliados confiables para la dirigencia liberal, pero ni socialistas ni
católicos estaban dispuestos a colaborar con los liberales. La
inestabilidad de los gobiernos se profundizó significativamente.
Desde el final de la guerra hasta la designación de Mussolini como
primer ministro, en 1922, hubo cinco jefes de gobierno: Vittorio
Orlando, Saverio Nitti, Giovanni Giolitti, Ivanoe Bonomi y Luigi
Facta.
Al ascenso
del fascismo, que fue evidente a partir de 1920, contribuyeron dos
hechos: la intervención violenta en el ámbito rural del norte de
los escuadristas, dirigidos por los ras
locales –Dino Grandi en Bolonia, Roberto
Farinacci en Cremona, Italo Balbo en Ferrara– y el espacio político
que el primer ministro Giolitti concedió a Mussolini a través de la
alianza electoral de 1921.
El
movimiento escuadrista, que se extendió bajo forma de expediciones
punitivas de gran violencia contra las organizaciones socialistas,
fue lo que hizo del fascismo un movimiento de masas y le granjeó el
apoyo de la mayor parte de los propietarios rurales, especialmente
del campesinado medio. Los peones que trabajaban en sus fincas y
estaban organizados por los socialistas tenían una fuerte capacidad
para defender sus salarios. Los sectores medios rurales del valle del
Po, afectados por la baja de los precios agrarios, recibieron
agradecidos las acciones de castigo de los escuadristas contra
municipios y cooperativas socialistas. La oleada de violencia contó
con el visto bueno de la policía, y en varias ocasiones con su
colaboración activa.
El episodio
decisivo tuvo lugar en Bolonia el 21 de noviembre de 1920. Al calor
de los incidentes que se produjeron en el acto de toma de posesión
de los cargos en el ayuntamiento por la nueva mayoría socialista,
los fascistas sembraron el terror primero en la ciudad y luego en
toda la provincia de Emilia, de fuerte tradición socialista. La
investigación parlamentaria dio a luz dos dictámenes. El de la
mayoría no socialista reclamó la imparcialidad de los poderes
públicos y adjudicó la violencia fascista a los excesos de la
izquierda. El de la minoría socialista declaró que el gobierno no
doblegaría al fascismo porque este era un instrumento eficaz para
preservar la explotación del proletariado. Sin embargo, según esta
versión, el fascismo estaba condenado al fracaso porque la lucha de
clases conducía a la derrota de la burguesía.
El
experimentado Giolitti contribuyó decisivamente al afianzamiento de
los fascistas. Para contrarrestar el peso de los legisladores
socialistas y populares se alió con Mussolini. En las elecciones de
mayo de 1921 el fascismo obtuvo 35 bancas de las poco más de 100 que
le correspondieron a la lista liberal. Los populares obtuvieron 107,
los socialistas oficiales 120 y los comunistas 15. Lo más importante
fue que el Duce ganó respetabilidad política y los fascistas
dejaron de estar en la periferia de la escena política. Como
contrapartida, Mussolini, a pesar del disgusto de sus huestes, no se
opuso al envío de las tropas que pusieron fin a la ocupación de
Fiume. D’Annunzio capituló y se retiró de la vida política: su
experimento había sido excesivamente radical para gozar del apoyo de
los grandes intereses. Con su disposición a negociar, el líder
fascista demostró ser más confiable.
La Marcha sobre Roma y el ingreso al
gobierno
Frente a la
violencia en las calles que el mismo fascismo promovía, y a la
creciente debilidad del grupo gobernante, los fascistas decidieron
organizar, a fines de octubre de 1922, la Marcha sobre Roma, para
ingresar al gobierno. Las poco organizadas huestes fascistas habrían
podido ser detenidas por las fuerzas militares si hubiera existido la
voluntad de frenarlas. El ministro Facta quiso proclamar el estado de
excepción, pero el rey Víctor Manuel III se negó a firmar el
decreto. Los ministros renunciaron y el monarca pidió a Mussolini
que formase un nuevo gabinete.
El Duce se
puso al frente de un gobierno de coalición integrado por algunos
fascistas y una mayoría de dirigentes de otras formaciones
políticas, excluida la izquierda. No hubo golpe ni éxitos
electorales, los fascistas llegaron al gobierno de la mano de los
notables, los militares y la monarquía.
Hasta 1925,
Mussolini fue solo el primer ministro de una monarquía
semiparlamentaria, la vida pública –partidos, sindicatos, prensa–
siguió funcionando bajo una cierta apariencia de normalidad. La
política económica no se apartó de la ortodoxia liberal y
favoreció el libre juego de la iniciativa privada a través de las
privatizaciones –los casos de teléfonos y seguros–, los
incentivos fiscales a la inversión y la reducción de los gastos del
Estado. No obstante, se dio curso a las primeras medidas destinadas a
fortalecer al Partido Fascista. Fue creado el Gran Consejo Fascista
como órgano consultivo paralelo al parlamento. A principios de 1923
todas las asociaciones y unidades paramilitares fueron integradas en
una milicia voluntaria encargada de la seguridad nacional, una medida
que legalizó a la fuerza de choque fascista, las Camisas Negras. Los
nacionalistas, además, se incorporaron al Partido Fascista.
Mussolini
había llegado al gobierno con el apoyo, o bien la complacencia, de
distintos sectores que mantenían un equilibrio inestable entre sí.
Por una parte, el partido, cuyos miembros más radicales exigían su
promoción personal y cambios más “revolucionarios”
para avanzar hacia el igualitarismo y el fortalecimiento de los
sindicatos fascistas frente a la patronal. Por otra, los grupos de
poder –grandes propietarios industriales y agrarios, la Iglesia, la
elite política– junto con funcionarios y organismos estatales, a
favor de un autoritarismo tradicional respetuoso de la propiedad
privada y de la jerarquía social. Las decisiones del caudillo, a
pesar del peso de su autoridad carismática, fueron condicionadas por
las relaciones de fuerza entre estos sectores. El Duce avanzó menos
que Hitler en el proceso de fascistización del Estado. A partir de
su desconfianza hacia los activistas del partido se esforzó por
subordinarlos a un Estado poderoso. El Duce no logró el grado de
autonomía que llegara a ostentar Hitler: tuvo que compartir la
cúspide del poder con el rey y debió convivir con una Iglesia
católica fuerte. En el marco de estas restricciones, los más altos
niveles de la burocracia y los grandes grupos de interés políticos
y económicos se reservaron cuotas de poder que les posibilitarían
destituir al Duce en 1943, cuando Italia perdía la guerra.
A fines de
1923 fue aprobada una nueva ley electoral según la cual la lista que
obtuviera más del 25% de los votos ocuparía el 66% de las bancas.
La medida, resistida por los socialistas, recibió el respaldo de los
liberales y los populares. Al iniciarse las sesiones del cuerpo
legislativo en mayo de 1924, el diputado socialista Giacomo Matteotti
denunció la violencia empleada por los fascistas en las elecciones y
mantuvo un tenso debate con Mussolini.
Días
después, Matteotti fue secuestrado en pleno centro de Roma, y a
mediados de agosto su cuerpo fue hallado en un bosque.
Las primeras
investigaciones condujeron a revelar la participación de miembros de
las bandas armadas fascistas. El fascismo apareció sentado en el
banquillo de los acusados. Los legisladores que encabezaron la
llamada “secesión de Aventino” abandonaron sus bancas reclamando
la supresión de la milicia fascista y la normalización de la vida
constitucional. El rey se negó a tomar alguna medida. Al cabo de
cinco meses, con la Cámara clausurada, los principales jefes
fascistas desataron una escalada de violencia en Florencia, Pisa,
Bolonia, exigiendo el establecimiento de un régimen unipartidista:
había llegado el momento de hacer la revolución liquidando al
régimen liberal. Finalmente, el Duce decidió actuar. Pidió al rey
que disolviera la Cámara y en su discurso del 3 de enero de 1925
asumió la responsabilidad de cuanto había sucedido: “Si el
fascismo es una asociación de delincuentes... Si toda la violencia
ha sido el resultado de un clima histórico político y moral, pues
bien, para mí toda la responsabilidad, porque este clima lo he
creado yo”.
El régimen fascista
La serie de
medidas aprobadas entre 1925 y 1928 condujo a la dictadura. El jefe
de gobierno dejó de ser responsable de su gestión ante el
Parlamento, fueron disueltos todos los partidos políticos y quedó
suprimida la prensa opositora. Se creó un tribunal especial para
atender los crímenes contra el Estado: sus miembros eran
funcionarios que no requerían formación jurídica y debían prestar
juramento de obediencia a Mussolini. Los acusados no tenían derecho
a apelar y los “delincuentes políticos” podían ser deportados.
La nueva ley electoral suprimió el sufragio universal. El Gran
Consejo Fascista aprobaba la lista con los cuatrocientos candidatos
para la Cámara de Diputados y los votantes solo podían ratificarla
o rechazarla.
En 1929
quedó resuelto el problema con el Vaticano, pendiente desde la
unificación del país en 1870. Con la firma de los pactos de Letrán
entre la Santa Sede y el reino de Italia se establecieron relaciones
diplomáticas y se creó un diminuto Estado dentro de Roma, con el
papa como máxima autoridad. La Iglesia sería compensada por los
territorios perdidos, las corporaciones eclesiásticas quedaron
exentas de impuestos y sus escuelas recibieron un trato preferencial.
Mussolini ganó el apoyo de los católicos.
A partir de
1925 también la economía italiana tomó distancia del liberalismo
para quedar sujeta a un creciente control del Estado, un cambio de
rumbo acorde con las concepciones nacionalistas y autárquicas del
fascismo. En el marco de las reformas destinadas a fortalecer el
régimen político fascista se avanzó sobre la regulación de las
relaciones entre obreros y patrones.
El fascismo
no creó la idea de una economía mixta: la iniciativa pública y la
privada ya se encontraban entrelazadas en Italia y en otros países.
Pero el fascismo procuró institucionalizar la relación entre el
poder público y el privado, y al proceder de este modo siguió un
derrotero distinto del de las democracias occidentales. La
Confederación General de la Industria Italiana (cgii) criticó la
asociación obligatoria de trabajadores y patrones en organismos
patrocinados por el gobierno. A las reticencias de los industriales
los dirigentes sindicales fascistas respondieron con una serie de
huelgas autorizadas por Mussolini, y los industriales aceptaron
concertar con el sindicalismo fascista. En 1925 la cgii y la
confederación sindical dirigida por el radical Edmondo Rossoni
firmaron el pacto Vidoni, según el cual todas las negociaciones
relativas a contratos laborales tendrían lugar entre la cgii y los
sindicatos fascistas; los gremios no fascistas quedaban excluidos de
lo resuelto por los convenios colectivos. El documento dispuso la
abolición de los consejos de fábrica, con lo que se reforzó la
autoridad patronal, y no se llegó a un acuerdo respecto del
arbitraje obligatorio en los conflictos laborales, una medida
resistida por los industriales.
El afán de
los empresarios por preservar su autonomía obstaculizó la reforma
corporativa y dio lugar al compromiso sindical de 1926. De acuerdo
con la legislación aprobada el 3 de abril de 1926, los obreros y
patrones quedaban organizados separadamente en doce sindicatos
nacionales, uno para cada sector en cada tipo de actividad:
industria, agricultura, comercio, banca y seguros, transporte
interior y navegación interior, transporte marítimo y aéreo. La
Confederación General de la Industria Italiana tuvo derecho a un
asiento en el Consejo Fascista, fueron prohibidas huelgas y
lock-outs, y la resolución de las controversias en el campo laboral
quedó en manos de la Magistratura del Trabajo. Todos los
trabajadores, incluso los que no estaban afiliados, debieron
contribuir al sostenimiento de los sindicatos con cuotas deducidas de
sus salarios. La ley dispuso que trabajadores y empresarios quedasen
sujetos a la disciplina impuesta desde el gobierno; en la práctica,
los sindicatos fueron conducidos por hombres del partido mientras que
las asociaciones patronales mantuvieron sus propios dirigentes.
En abril de
1927 la Carta del Lavoro precisó la definición de la corporación,
entendida como un organismo del Estado encargado de coordinar las
decisiones de las organizaciones obreras y empresarias para llegar a
una relación de fuerzas armónica y equilibrada. Los propietarios
lograron que la Carta fuese solo una afirmación de principios, y se
vieron frustrados los objetivos de Rossoni de incluir propuestas
específicas sobre salarios, horas de trabajo y seguridad social. No
obstante, el documento, que prometía respetar la independencia
empresarial, afirmó también que la empresa era responsable ante el
Estado, que podía regular la producción siempre que lo exigiesen
los intereses públicos.
El
movimiento laboral fascista careció de la independencia necesaria
para seguir un plan coherente que aumentase la participación del
trabajo en la riqueza. En su condición de miembros del partido, los
dirigentes sindicales postergaron la defensa de los intereses obreros
frente a las directivas del partido. Las rebajas de salarios en
octubre de 1927, diciembre 1930 y mayo 1934 fueron aceptadas en
nombre de la defensa de los intereses de la nación. Mientras los
sindicatos fascistas tuvieron que luchar contra sus rivales
socialistas y católicos, el pasado radical y la agresividad
discursiva de Rossoni constituyeron datos a su favor. Con el
afianzamiento del régimen, y en el marco de la reforma sindical,
Mussolini buscó dirigentes más dóciles, y Rossoni fue desplazado
en diciembre de 1928. El movimiento sindical fascista se centró en
la obtención de programas sociales. La innovación más popular fue
la Opera Nazionale Dopolavoro, fundada en 1925 con el fin de
“favorecer el empleo sano y provechoso de las horas libres de los
trabajadores intelectuales y manuales, por medio de instituciones
destinadas a desarrollar sus capacidades físicas, intelectuales y
morales”. En 1939 esta organización creada por el partido pasó a
depender de los sindicatos.
Radicalización del fascismo
La crisis
económica mundial también en Italia dio paso al aumento de la
desocupación, aunque no en forma tan dramática como en otros
países, por ejemplo Alemania. Los nuevos desafíos condujeron a que
el régimen se definiera decididamente a favor de la autarquía. En
el ámbito agrario esta tendencia se puso en marcha a través de la
“batalla del trigo”, que multiplicó por dos la producción de
este cereal mediante el aprovechamiento de zonas pantanosas, pero
también dedicando al trigo tierras que antes se utilizaban para
olivos, ganado o frutales con un rendimiento mucho más elevado.
En 1933 se
aprobó la creación del Instituto para la Reconstrucción Italiana
(iri), que hizo del Estado el principal inversor industrial. El iri
nacionalizó, mediante la compra de acciones, muchas de las grandes
empresas industriales al borde de la quiebra. En 1939 este organismo
controlaba tres de las grandes siderurgias del país, algunos de los
mejores astilleros, la telefónica, la distribución de la gasolina,
las principales empresas de electricidad, las más importantes líneas
marítimas y las incipientes líneas aéreas. Las industrias de
tejidos, automóviles y productos químicos permanecieron –casi en
su totalidad– en manos de los empresarios.
Como
resultado de la depresión, los industriales no podían alegar que el
sector privado de la economía era autosuficiente y tuvieron que
aceptar la expansión de una economía combinada, en la que las
empresas públicas y privadas se entrelazaban. Por su parte, la
dirigencia fascista utilizó su creciente poder económico para
concretar sus objetivos políticos. El iri quedó habilitado a
controlar las empresas de propiedad privada siempre que fuese en
interés de la “defensa nacional, la autarquía y la expansión del
Imperio”.
Finalmente,
en 1934 fueron creadas las corporaciones, sin incluir las propuestas
de los fascistas radicales que pretendían abolir la propiedad
privada para asignar al nuevo organismo la plena responsabilidad de
la producción y liquidar así el conflicto histórico entre interés
público y privado. Los industriales lograron que solo tuvieran
funciones consultivas y que las negociaciones laborales quedasen en
el ámbito privado. En el marco de la crisis había un aspecto de las
corporaciones que atraía a los grandes propietarios: la cooperación
entre los diferentes sectores de la producción para restringir la
competencia y asegurar la posición de quienes ya estaban instalados.
También aceptaron el dirigismo estatal porque necesitaban la ayuda
de los fondos públicos para salvar a las empresas privadas de la
bancarrota.
En el
escenario internacional, la Italia fascista inicialmente se posicionó
junto a Gran Bretaña y Francia, y jugó un papel estabilizador. Dado
el protagonismo que alcanzaría el nazismo, se suele olvidar que, en
sus inicios, el fascismo italiano ejerció una enorme atracción
entre los nacionalsocialistas y que, en su momento de gloria,
Mussolini observó a Hitler como un personaje de segundo orden. Fue
la ocupación de Etiopía por las tropas italianas en 1935 la que dio
un drástico giro a esta situación. Cuando Roma fue sancionada por
la Sociedad de Naciones, aunque de modo tibio e ineficaz, a raíz de
la queja elevada por el emperador etíope Haile Selassie, Mussolini
estrechó sus lazos con Hitler. Hasta ese momento había frenado el
avance de los alemanes hacia Austria y manifestado su preocupación
por el rearme del Tercer Reich. El giro no dejó de generar temores
entre los grupos dominantes.
Todas las
medidas más importantes de la política exterior italiana –la
guerra contra Etiopía, la constitución del Eje Berlín-Roma, la
intervención en la Guerra Civil española y el ingreso en la Segunda
Guerra Mundial– fueron aprobadas por Mussolini y sus consejeros más
próximos. Aunque los industriales no intervinieron directamente, se
beneficiaron con la política de rearme y de expansión territorial.
No obstante, los preocupaban las repercusiones del nuevo rumbo: la
desvinculación comercial de las potencias occidentales, la creciente
intervención del gobierno en sus actividades y, sobre todo, temían
al poder económico de la industria alemana. Después de la anexión
de Austria aprobada por Hitler en 1938, Alemania se apropió de
materias primas que antes habían ido a Italia, y colocó a los
exportadores alemanes en una situación privilegiada. Con el nuevo
aliado, Italia podía quedar relegada al papel de productora
agrícola.
Cuando
Mussolini entró en la Segunda Guerra, recién en 1940, lo hizo
impulsado por su afán de gloria y creyendo que el triunfo del Eje
posibilitaría la creación de un imperio italiano con base en los
Balcanes y África del norte.
La fragilidad de la República de
Weimar
Los primeros
años de la posguerra fueron sombríos. Ni los comunistas ni la
derecha radical aceptaron la República; esta contó con escasos
adeptos realmente convencidos, la socialdemocracia fue su más
decidido sostén. El gobierno provisional fue obligado por las
potencias victoriosas a firmar una paz que los alemanes vivieron como
humillante. Para muchos alemanes, la derrota en la guerra fue más
una “puñalada por la espalda” de la dirigencia republicana que
consecuencia del fracaso en los campos de batalla.
La
Constitución aprobada a fines de julio en la ciudad de Weimar
reconoció el derecho al voto a todos los hombres y mujeres mayores
de veinte años, dispuso la elección directa del presidente y adoptó
un sistema de representación proporcional que aseguraba la presencia
de los partidos minoritarios. Aunque se pronunció a favor de una
república democrática parlamentaria, dejó abierta la puerta al
presidencialismo: en situaciones de emergencia se podía gobernar a
través de decretos. Esta práctica, en principio excepcional, se
hizo habitual a partir de 1930, cuando los ministros, ante un
Reichstag dividido en distintas tendencias políticas, actuaron solo
con el respaldo del presidente. El régimen republicano dejó
intactos los pilares de la Alemania imperial: la burocracia, los
jefes y oficiales del Ejército, la Magistratura, el cuerpo policial.
En las
elecciones de enero de 1919 para constituir la Asamblea Constituyente
los comunistas no se presentaron, la socialdemocracia obtuvo el 38%
de los votos y los socialistas independientes cerca del 8 %. La
mayoría de la población optó por partidos burgueses. Alemania era
un país políticamente moderado y los partidos de centro-derecha
tenían un peso destacado en electorado.
La
presidencia quedó a cargo del socialista Ebert hasta su muerte en
1925, cuando fue elegido el mariscal Paul von Hindenburg con la
activa movilización de la clase media. Aunque la socialdemocracia
fue el partido más votado en las seis elecciones que se celebraron
entre 1919 y 1930, en el marco del sistema proporcional no contó con
el número necesario de diputados para formar gobierno propio.
Después de las elecciones de junio 1920 la coalición acordada en
1919 perdió votos y crecieron los de la derecha y la izquierda.
Recién en 1928, con casi el 30 % de los votos, un
socialdemócrata volvió a ocupar el cargo de canciller.
El año 1923
fue especialmente crítico: la ocupación del Ruhr, la insurrección
de los comunistas y el putsch de Munich. En los primeros meses, los
gobiernos de Francia y Bélgica ocuparon el Ruhr y asumieron la
explotación de las minas y ferrocarriles de la región para cobrarse
las reparaciones de guerra. El gobierno alemán ordenó la
resistencia pasiva y se lanzó a emitir moneda para atender las
necesidades de la población. La trama social fue desgarrada por la
más alta hiperinflación conocida hasta ese momento. Durante la
crisis se formó un gobierno de coalición encabezado por Gustav
Stresemann, hombre del Partido Popular Alemán, ligado a los
intereses de la industria. Al frente del área económica, Hjalmar
Schacht, una figura con sólidas relaciones en el mundo de las
finanzas y futuro ministro de Economía del gobierno de Hitler, tomó
drásticas medidas para reducir el gasto público y obtuvo ayuda de
los banqueros norteamericanos a través del plan Dawes. La
recuperación promovida por este crédito colocó a Alemania en una
posición altamente dependiente del ingreso de capitales
estadounidenses.
En el estado
de Baviera, católico, campesino y particularista, el frustrado y
violento intento de crear una república soviética en 1919 dejó
profundas heridas en las que la derecha contrarrevolucionaria
encontró condiciones propicias para afianzarse. El capitán del
Reichswehr (Ejército alemán) Ernst Röhm propuso cursos de
adoctrinamiento para asegurar la lealtad de los soldados a los altos
mandos. El cabo Adolf Hitler,
uno de los
asistentes, llamó la atención de sus superiores debido a sus dotes
como orador, y le encomendaron controlar el Partido Alemán de los
Trabajadores. Creado a fines de 1918, el ideario de este pequeño
círculo combinaba el nacionalismo, la defensa de los derechos del
trabajador y el antisemitismo. Hitler renunció al Ejército y se
volcó decididamente a la actividad política.
El partido,
reorganizado bajo el nombre de Partido Nacional Socialista de los
Obreros Alemanes, presentó en 1920 su nuevo programa.
A través de
sus veinticinco puntos articuló las ideas de los nacionalistas
extremos –unión de todos los alemanes en una gran Alemania,
anulación de los tratados de paz y negación de la ciudadanía a
quien no llevara sangre alemana: los judíos, explícitamente, no
podían ser alemanes– con reformas de sesgo socialista: abolición
de la renta no ganada por el trabajo, nacionalización de las grandes
empresas, reparto de los beneficios de la gran industria, reforma
agraria radical. La propuesta no ganó por cierto la simpatía de los
principales grupos económicos, pero los participantes de los
mítines, con Hitler como orador, fueron cada vez más numerosos.
Para guardar el orden en los actos se creó una fuerza de choque, la
Sección de Asalto (SA) que bajo la conducción de Röhm recibiría
formación militar.
Con la
asunción de Stresemann, la relación entre el gobierno central y las
autoridades de Baviera, protectoras de las múltiples asociaciones
paramilitares locales, se acercó rápidamente al punto de ruptura.
La derecha extrema deseaba “la marcha sobre Berlín” para
instaurar un nuevo gobierno sin la influencia socialista. Pero el
triunvirato que gobernaba Baviera no tenía intención de dejarse
arrastrar a un enfrentamiento armado. Hitler y el ex jefe del Estado
Mayor imperial y héroe de guerra, el general Erich Ludendorff,
acordaron forzar el golpe. El 9 de noviembre se pusieron al frente de
una manifestación que no logró ser masiva y fue violentamente
reprimida por la policía. Hitler pudo huir y dos días después era
arrestado.
Condenado a
cinco años de prisión, solo estuvo recluido nueve meses. En la
cárcel, mientras dictaba Mi lucha a
Rudolf Hess, reconocería dos errores en la experiencia de Munich:
haberse colocado en la ilegalidad y enfrentar al Ejército. No
volvería a cometerlos.
La
estabilización de la economía alemana y los logros de Stresemann en
la política exterior abrieron un paréntesis de relativa calma. No
obstante, la República careció de un sólido apoyo por parte de la
población, y las instituciones imperiales no se reorganizaron en un
sentido democrático. La campaña presidencial de 1925 en la que se
impuso Paul von Hindenburg, el otro gran héroe de la campaña en el
este, puso en evidencia el alto grado de movilización de la clase
media; todas sus organizaciones: clubes, centros de tiro,
asociaciones profesionales, coros ocuparon decididamente el espacio
público, y aunque eligieron a un representante del orden prusiano la
escena política se impregnó de un decidido tono popular, en el que
prevaleció el sentimiento de una comunidad nacional entre iguales
que relegaba las jerarquías del orden imperial.
Al salir de
la cárcel, Hitler reorganizó el partido en un sentido que le
posibilitó contar con poderes absolutos. Desmanteló la fracción
radical dirigida por los hermanos Otto y Gregor Strasser, mientras
que Joseph Göbbels, que había tachado a Hitler de pequeño burgués,
pasó a ser uno de sus más incondicionales colaboradores. La SA, a
pesar del disgusto de Röhm, quedó subordinada a la conducción de
partido. Las SS (fuerzas de protección) creadas como un cuerpo
reducido y selecto a cargo de la custodia de Hitler, quedaron bajo la
dirección de la SA. Sin embargo, a partir del nombramiento de
Heinrich Himmler en 1929 se autonomizaron y ganaron poder
rápidamente, hasta convertirse en el instrumento de dominación
distintivo del Tercer Reich. Fue un estado en el seno del Estado.
El partido
nazi, desde su aparición en el campo electoral a mediados de 1924 y
hasta que la crisis de 1929 agudizara las tensiones sociales, tuvo
escasa inserción en el electorado (en diciembre de 1924 recogió
900.000 votos, y en mayo de 1928, 800.000) y se colocó a una
considerable distancia de la derecha conservadora cada vez más
radical. Fue básicamente en el marco de la crisis que el nazismo
pasó al centro del escenario político. Sin embargo, el derrumbe
económico no fue el que condujo en forma lineal e inevitable al
ascenso de los nazis. Más importante fue la fuerte movilización
política de diferentes sectores de la clase media, que lo hicieron
abandonando y cuestionando a los partidos tradicionales para
reivindicar la acción directa y un nuevo modo de hacer política de
tono populista. El triunfo electoral de los nazis a partir de 1930
fue posible porque –en el marco de la crisis de los principales
partidos y de la intensa activación ciudadana– fueron los que
mejor supieron interpretar y representar las demandas de justicia
social y rehabilitación del orgullo nacional de gran parte de la
sociedad.
El ascenso
de Hitler al gobierno fue facilitado también por los sectores
poderosos de la sociedad –negocios, Ejército, grandes
terratenientes, funcionarios de alto cargo, académicos,
intelectuales, creadores de opinión–, que nunca habían aceptado
la República.
Entre la
renuncia del primer ministro socialdemócrata en 1930 y el
nombramiento de Hitler en enero de 1933 se sucedieron una serie de
gobiernos débiles y antiparlamentarios –Heinrich Brüning, Franz
von Papen y el general Kurt von Schleicher–, que intentaron avanzar
hacia un régimen autoritario vía la imposición de decretos de
emergencia y las reiteradas disoluciones del Reichstag.
En ese lapso
el Partido Nacional Socialista de los Obreros Alemanes se convirtió
en un partido de masas. En las elecciones legislativas de setiembre
de 1930 ganó unos 6 millones de votos respecto de las de 1928, y se
convirtió en la segunda fuerza política del país, con el traspaso
de electores de los partidos de centro y de la derecha a los nazis.
En las elecciones presidenciales de principios de 1932 Hindenburg se
impuso frente a Hitler, pero fue necesario convocar a una segunda
vuelta para que Hindenburg fuera reelegido. En la primera vuelta
Hitler sacó el 30% de los votos, Hindenburg el 49% y el candidato
comunista Ernst Thälmann el 13%; en la segunda, Hindenburg el 53%,
Hitler el 37% y Thälmann el 10%. Los seguidores del SPD (el Partido
Socialdemócrata) votaron por el mariscal. El lema del KPD (Partido
Comunista) fue: “un voto para Hindenburg es un voto para Hitler; un
voto para Hitler es un voto para la guerra”.
En los
comicios legislativos de fines de julio de 1932 el nazismo recogió
el mayor caudal de votantes (37,3%) sin que este resultado le
permitiera contar con mayoría propia; los comunistas también
incrementaron su número de votos. La crisis social y económica
abonaba la radicalización de la política. En este escenario, la
Tercera Internacional, siguiendo las directivas de Moscú, descartó
totalmente la posibilidad de una alianza con los socialistas. En el
VI Congreso efectuado en 1928 se dio por concluido el período de
estabilización del capitalismo con el anuncio de una severa crisis
económica que posibilitaría la ofensiva revolucionaria del
comunismo. En consecuencia, los partidos comunistas debían enfrentar
a la socialdemocracia porque esta era solo la opción moderada de la
burguesía para controlar la energía revolucionaria del
proletariado. El terror fascista, la otra opción del capitalismo
cuando la radicalización de las masas no permitía la vía del
reformismo socialista, fue concebido como un fenómeno pasajero ante
el avance arrollador de la lucha de clases. Bajo el capitalismo
monopolista, según esta interpretación, el fascismo no era más que
la “última”
forma política de la dictadura burguesa, que sería seguida por la
dictadura del proletariado. En el momento en que Hitler avanzaba
hacia el poder, la izquierda alemana siguió dividida.
Las
camarillas del entorno presidencial buscaron el apoyo del nazismo
para contar con el aval de un movimiento de masas en la empresa de
imponer el autoritarismo. Después de las elecciones de julio, le
ofrecieron a Hitler ingresar en un gobierno de coalición, pero este
rechazó la propuesta: quería el cargo de canciller. Había apostado
a todo o nada. El partido, en cambio, presionaba a favor del ingreso
en el gobierno. El Reichstag fue nuevamente disuelto. Los comicios de
noviembre de 1932 no cambiaron nada. Los partidos que apoyaban al
gobierno solo obtuvieron el 10% de los votos. En el campo de la
izquierda, la socialdemocracia y el comunismo recogieron más de 13
millones de votos, pero eran rivales; los nazis, a pesar de haber
perdido dos millones de votos, continuaron siendo la fuerza
mayoritaria en el Reichstag.
Finalmente,
a fines de enero de 1933 la derecha conservadora entregó el gobierno
al jefe del partido que no había dudado en sembrar la violencia en
su marcha hacia poder.
El rechazo de los grupos poderosos por el orden republicano, las
condiciones impuestas en la paz de Versalles, la profunda crisis
política potenciada por la crisis social de 1930, junto con las
divisiones en el campo de la izquierda, conformaron un escenario
positivo para el ascenso del Führer. Las acciones de las elites
tradicionales que le abrieron camino creyendo que podrían usarlo
para terminar con la República y aniquilar a la izquierda fueron
decisivas. Los nazis, por su parte, tuvieron la habilidad de
presentarse como la opción política capaz de canalizar la
movilización de los sectores medios combinando las aspiraciones
nacionalistas con el afán de igualación social.
De la llegad al gobierno a la
concentración del poder
A lo largo
de 1933 se consumó el proceso de coordinación (Gleichschaltung)
que desembocó en la instauración de la dictadura nazi. La rapidez y
la profundidad de los cambios que afectaron al Estado y la sociedad
alemana fueron asombrosas. La transformación se concretó en virtud
de una combinación de medidas pseudolegales, terror, manipulación y
colaboración voluntaria. Mussolini tardó tres años para llegar a
este punto.
El gabinete
que acompañó a Hitler en su ingreso al gobierno era básicamente
conservador. Los nacionalsocialistas solo contaban con el ministro de
Interior, un futuro ministerio de Propaganda para ubicar a Göbbels,
y con Hermann Göring como ministro sin cartera. Este ya dirigía el
poderoso Ministerio del Interior de Prusia. Con el propósito de
contar con mayoría propia en el Reichstag, Hitler dispuso convocar a
elecciones para el 5 de marzo. El incendio del edificio del Reichstag
el 27 de febrero le posibilitó desatar una brutal ola de violencia
contra la izquierda. No obstante, en los comicios de marzo los
nacionalsocialistas, con el 43,8% de los votos, no alcanzaron el
ansiado quórum propio. A pesar del terror desplegado, los votos
socialdemócratas y comunistas apenas decayeron y el centro católico
ganó algunas bancas. Cuando se reunió el Reichstag, sin la
presencia de los comunistas encarcelados y perseguidos, todos los
partidos, excepto los socialdemócratas, aceptaron votar la ley para
la Protección del Pueblo y el Estado, que confería al gobierno
plenos poderes para legislar sin consultar al Parlamento, e incluso
para cambiar la Constitución. La liquidación del orden republicano
se había concretado utilizando los mecanismos previstos en la
Constitución.
Los
adversarios políticos más activos fueron detenidos o huyeron del
país. El primer campo de concentración se abrió en marzo de 1933
en Dachau, bajo la dirección de las SS, como centro de detención,
tortura y exterminio de los militantes de izquierda. En mayo, después
de la conmemoración del Día del Trabajo, fueron disueltos los
sindicatos. A mediados de 1933 ya habían sido prohibidos o bien
decidieron disolverse todos los partidos políticos. Entre marzo de
1933 y enero de 1934 se abolió la soberanía de los Länder
(provincias) y se aprobó la ley que consagraba la unidad entre
partido y Estado: el partido nazi era portador del concepto del
Estado e inseparable de este, y su organización era determinada por
el Führer. Casi todos los organismos de la sociedad civil fueron
nazificados. Esta coordinación fue en general voluntaria. Las
excepciones a este proceso fueron las Iglesias cristianas y el
Ejército, que mantuvo su cuerpo de oficiales mayoritariamente
integrado por hombres formados y consubstanciados con las jerarquías
del orden imperial.
A mediados
de 1934 se dio el segundo paso hacia el control total del poder por
parte de Hitler. A fines de junio fue eliminada el ala radicalizada
del nazismo, con la detención y asesinato de la cúpula de la SA. En
segundo lugar, en agosto, después de la muerte de Hindenburg, el
Ejército prestó juramento de lealtad a la persona de Hitler. Desde
el ingreso al gobierno en las filas de la SA se había levantado el
clamor a favor de una segunda revolución, sus miembros pretendían
amplios poderes en la policía, en las cuestiones militares y en la
administración civil. Sus aspiraciones generaban temor en las elites
conservadoras y en el alto mando del Reichswehr, y eran resistidas
por otros sectores del partido. Entre los dirigentes nazis que
desaprobaban el estilo tumultuoso y anárquico de las tropas
comandadas por Röhm se encontraba Göring, que quería librarse del
polo de poder que constituía la SA en Prusia, mientras que Himmler y
Reinhard Heydrich ambicionaban romper la subordinación de las SS
respecto de la SA. Se encargaron de “probar”
la existencia de un plan de golpe por parte de la SA. Hitler los dejó
actuar a pesar de su estrecha relación con el hombre fuerte de la
SA, y el 30 de junio, “La noche de los cuchillos largos”,
desplegaron sus fuerzas asesinando y deteniendo a los supuestos
complotados. No solo cayeron integrantes de la mencionada
organización, también fueron ejecutados dos generales, dirigentes
conservadores, el jefe de la Acción Católica y el dirigente nazi
Gregor Strasser, que había competido con Hitler. Röhm fue asesinado
en su celda luego de que se negara a suicidarse.
Después de
la masacre, Hitler se presentó ante el Reichstag como “juez
supremo” del pueblo alemán y reconoció que había dado “la
orden de ejecutar a los que eran más culpables de esta traición”.
Las Iglesias guardaron silencio. El Ejército salió robustecido solo
en apariencia: había consentido una acción criminal que recayó
sobre hombres de sus filas. La mayoría de la gente lo aprobó. El
“asunto Röhm” benefició centralmente a las SS.
Al morir
Hindenburg, se descartó el llamado a elecciones y fue aprobada la
fusión de los cargos de presidente y canciller en la persona de
Hitler. Una de sus consecuencias significativas consistió en que el
Führer obtuviese el mando supremo de las fuerzas armadas; a partir
de ese momento todo soldado quedó obligado a jurar lealtad y
obediencia incondicional a Hitler. Los oficiales conservadores,
muchos de ellos aristócratas que subestimaban al “cabo”,
aceptaron subordinarse motivados por el plan de rearme y
tranquilizados con la eliminación de la amenaza de la SA. El
juramento de lealtad marcó simbólicamente la plena aceptación del
nuevo orden por parte del Ejército que, por el momento, conservó su
propia conducción.
A principios
de 1938, Hitler alcanzó su mayor cuota de poder cuando avanzó sobre
los espacios de poder aún en manos de los conservadores: la cúpula
del Ejército y el Ministerio de Relaciones Exteriores. Tanto el
ministro de Guerra como el jefe del Ejército fueron obligados a
renunciar por razones relacionadas con su vida privada. El primero
porque salió a la luz el pasado “poco honorable” de su nueva
esposa; el segundo, ante acusaciones de homosexualidad. Con el retiro
de ambos, Hitler asumió el cargo de comandante general de la
Wehrmacht (ex Reichswehr) y en pocos días se procedió a reorganizar
la cúpula militar. Al mismo tiempo se aprobó el reemplazo del
conservador Konstantin von Neurath por el nazi Joachim von Ribbentrop
en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Estos cambios
fortalecieron la posición del bloque nazi en la orientación de la
política exterior y en la elaboración del planeamiento
estratégico-militar, y erosionaron la influencia de la Wehrmacht. En
1938 el bloque de fuerzas militares y policiales encabezado por las
SS ganó terreno frente al Ejército.
Una vez
consolidada la posición de Hitler, la dictadura estuvo lejos de
asumir una organización jerárquica centralizada; el gobierno
personalizado se combinó con la fragmentación de la trama estatal.
El Estado alemán quedó sin ningún organismo central coordinador y
con un jefe de gobierno escasamente dispuesto a dirigir el aparato
burocrático. La voluntad del Führer deformaba la trama de la
administración del Estado haciendo surgir una variedad de órganos
dependientes de sus directivas que competían entre sí y se
superponían. Hitler recurrió a la creación de nuevos organismos
para responder a la proliferación de las metas o para salvar
deficiencias de los que existían. Las nuevas agencias, por ejemplo
la Juventud de Hitler, las oficinas del Plan Cuatrienal,
desvinculadas del partido y del Estado, solo eran responsables ante
el Führer. Esta política restaba coherencia al gobierno,
incrementaba la burocracia y propiciaba la autonomía de Hitler. La
personalización extrema se combinó con una arbitrariedad creciente.
Al mismo tiempo, la corrupción se extendió en los organismos del
Estado en la medida en que gran parte de las relaciones se basaron en
la entrega de recompensas a cambio de la obtención de fidelidad
personal.
Los dos
principales centros de poder fueron el partido y las SS. Una vez
conseguido el poder en 1933, el nsdap (el Partido Nacionalsocialista
Obrero Alemán) engrosó sus filas y fue básicamente un vehículo de
propaganda y de control social, pero nunca llegó a contar con una
conducción unificada; su jefatura quedó en manos de un grupo de
individuos sin lazos fuertes entre sí. Estas características lo
inhabilitaron para imponer una orientación sistemática a la
administración del Estado. No obstante, contó con amplias
prerrogativas para incidir sobre nombramientos de funcionarios y para
vetar los proyectos propuestos por los ministros. Una de las áreas
en la que se comprometió con más celo fue la política racial: en
este terreno, y mediante de la movilización de sus militantes, forzó
la actuación legislativa del gobierno. Aunque nunca llegó a
superarse el dualismo partido-Estado, se impuso el predominio del
primero. Desde mediados de 1936 el aparato Policía-SS se constituyó
en el principal pilar de un nuevo tipo de régimen. En este, el poder
policíaco se hizo poder político y su misión de “defender la
nación” careció de trabas y controles legales.
Desde el
desfile a la luz de las antorchas organizado el 30 de enero de 1933,
cuando Hitler fue nombrado canciller, Göbbels dejó claro la enorme
significación de las ceremonias y de los recursos simbólicos para
encuadrar la movilización social y forjar el vínculo entre el
pueblo y el Führer. Al frente del Ministerio de Instrucción Popular
y Propaganda manejó con extraordinaria eficacia los mítines de
masas, los desfiles ritualizados y las coreografías colosales. Este
ministerio tuvo a su cargo “todas las cuestiones de influencia
espiritual sobre la nación”. El cine, en el que se destacó la
producción de la controvertida actriz y directora Leni Riefenstahl,
tuvo un valor especial para el ministro, que hablaba de actores y
directores como “soldados de la propaganda”. La fiesta anual del
partido, en el Luitpoldhain de Nuremberg, era un espectáculo
grandioso al que asistían unos 100.000 espectadores y en el que se
alineaban ante Hitler miles de hombres de la SA y de las SS, entre
mares de esvásticas y de estandartes nacionales, en una formidable
liturgia nacional que consagraba la vinculación orgánica del Führer
con su partido y su pueblo. En el mismo espíritu, Göbbels hizo de
los Juegos Olímpicos celebrados en Berlín en 1936 una verdadera
exaltación de la raza aria, de Alemania y de Hitler.
El rearme,
la autarquía económica y el espacio vital
Uno de los
temas del debate sobre el nazismo ha girado en torno al problema de
su relación con el capitalismo. Hasta dónde las políticas del
gobierno nazi fueron determinadas por los objetivos de los grandes
intereses económicos, en qué medida la autonomía de Hitler le
permitió imponer sus aspiraciones ideológicas y políticas por
sobre los fines de los capitalistas.
Ni los nazis
fueron títeres del gran capital, ni Hitler plasmó una vez en el
gobierno las obsesiones ideológicas que anunciara en Mi
lucha, al margen de los intereses de los
grupos de poder. Desde el inicio hubo coincidencias significativas
entre los nazis, el Ejército y los grandes intereses económicos en
torno al rearme. Una vez que este se puso en marcha dio paso a
tensiones y desafíos que brindaron un terreno fértil para el
despliegue de los fines expansionistas y raciales del nazismo.
Simultáneamente, a lo largo de este proceso, en el bloque nazi fue
ganado creciente poder el complejo aparato de las SS, el más
consubstanciado en términos ideológicos y organizativos con la
creación de un nuevo orden, que incluía el exterminio de los
judíos.
Al llegar al
gobierno Hitler no dejó de afirmar, frente a los militares y los
organismos encargados de dar respuesta al problema del desempleo, que
el gasto militar era prioritario, “todos los demás gastos tenían
que subordinarse a la tarea del rearme”. Este objetivo agradó al
alto mando del Ejército y junto con la expansión de la obra pública
hizo descender el desempleo. Las enormes ganancias derivadas del auge
de los armamentos y el aplastamiento de la izquierda consolidaron la
relación entre los industriales y el gobierno. El programa despegó
con fuerza en 1934; sin embargo, conducía a graves cuellos de
botella: las divisas asignadas a los insumos destinados a satisfacer
la industria de armamentos eran retaceadas a las industrias de bienes
de consumo, que veían reducida su capacidad de importar y de
satisfacer las demandas del mercado interno. Las tensiones afloraron
en el primer estancamiento económico importante, a partir de 1935.
En el
invierno de 1935-36, mientras los ingresos se mantenían al nivel de
1932, el costo general de la vida había aumentado y se cernía la
amenaza de una crisis de alimentos. El elevado gasto en armamento no
dejaba divisas disponibles para la importación de los bienes
necesarios para mantener bajos los precios de consumo. A la escasez y
los aumentos de precios se sumó el crecimiento del paro. A
principios de 1936 el ministro de Economía, Schacht, a cargo de la
asignación de las divisas, pidió que se redujese el ritmo de
rearme. Estas demandas recogían los reclamos de los industriales
vinculados con el mercado interno e interesados en preservar los
vínculos comerciales de Alemania en el mercado mundial.
Los desafíos
asociados al rearme condujeron hacia la autarquía y reforzaron el
interés de Hitler por acelerar una expansión que permitiese obtener
“espacio vital”. En los primeros meses de 1936 era evidente que
ya no resultaba posible armonizar las demandas de un rearme rápido y
un consumo interno creciente. Tanto el Ministerio de Armamentos como
el de Alimentos reclamaban divisas que eran cada vez más escasas, y
mientras el ministro de Economía presionaba para frenar al rearme,
los militares propiciaban la aceleración del programa.
En la
búsqueda de alternativas Schacht fue desplazado y Göring pasó a
ocupar un papel central en la política económica. Dotado de poderes
especiales, se puso al frente de un equipo que incluyó a
representantes de la empresa IG Farben, para estudiar una solución.
El plan cuatrienal elaborado por este grupo reconoció la necesidad
de implantar una economía más dirigida y la posibilidad de
satisfacer simultáneamente las distintas demandas mediante la
elaboración de materias primas sintéticas, que frenarían las
importaciones. Se suponía que con una producción cada vez más
independiente del mercado mundial, los movimientos de la economía se
sujetarían a las necesidades de la nación. Fue una decisión en la
que ideología e intereses materiales estuvieron entrelazados.
El plan solo
podía sostenerse por un tiempo limitado, durante el cual Alemania se
prepararía para lograr su expansión territorial. Con el exitoso
manejo de la crisis de 1936 y el papel dominante de Göring en el
plano económico, la dirigencia nazi se afianzó en el poder y creció
su autonomía respecto de los grupos industriales. Esto le permitió
dar mayor prioridad y alcance a sus motivaciones ideológicas en la
formulación de la política exterior. Esto no significó que el
bloque nazi se desvinculase acabadamente del Ejército o de la gran
industria; ambos acompañaron al gobierno en la búsqueda del espacio
vital. La expansión territorial era un objetivo central de la
ideología nazi, la crisis económica y las medidas instrumentadas
para hacerle frente ofrecieron condiciones favorables para la puesta
en marcha de la maquinaria bélica.
*** *** ***
Hobsbawm.
La Caída del Liberalismo. (Selección
de fragmentos)
“De todos los acontecimientos de
esta era de las catástrofes, el que mayormente impresionó a los
supervivientes del siglo XIX fue el hundimiento de los valores e
instituciones de la civilización liberal cuyo progreso se daba por
sentado en aquel siglo, al menos en las zonas del mundo «avanzadas»
y en las que estaban avanzando.
Esos valores
implicaban el rechazo de la dictadura y del gobierno autoritario, el
respeto del sistema constitucional con gobiernos libremente elegidos
y asambleas representativas que garantizaban el imperio de la ley, y
un conjunto aceptado de derechos y libertades de los ciudadanos, como
las libertades de expresión, de opinión y de reunión. Los valores
que debían imperar en el estado y en la sociedad eran la razón, el
debate público, la educación, la ciencia y el perfeccionamiento
(aunque no necesariamente la perfectibilidad) de la condición
humana. Parecía evidente que esos valores habían progresado a lo
largo del siglo y que debían progresar aún más... el movimiento
obrero socialista, defendía, tanto en la teoría como en la
práctica, los valores de la razón, la ciencia, el progreso, la
educación y la libertad individual con tanta energía como pudiera
hacerlo cualquier otro movimiento. La medalla conmemorativa del 1o de
mayo del Partido Socialdemócrata alemán exhibía en una cara la
efigie de Karl Marx y en la otra la estatua de la libertad. Lo que
rechazaban era el sistema económico, no el gobierno constitucional y
los principios de convivencia.
… Sin duda las instituciones de la
democracia liberal habían progresado en la esfera política y
parecía que el estallido de la barbarie en 1914-1918 había servido
para acelerar ese progreso. Excepto en la Rusia soviética, todos los
regímenes de la posguerra, viejos y nuevos, eran regímenes
parlamentarios representativos, incluso el de Turquía. En 1920, la
Europa situada al oeste de la frontera soviética estaba ocupada en
su totalidad por ese tipo de estados. En efecto, el elemento básico
del gobierno constitucional liberal, las elecciones para constituir
asambleas representativas y/o nombrar presidentes, sé daba
prácticamente en todos los estados independientes de la época ...
A pesar de la existencia de
numerosos regímenes electorales representativos, en los veinte años
transcurridos desde la «marcha sobre Roma» de Mussolini hasta el
apogeo de las potencias del Eje en la segunda guerra mundial se
registró un retroceso, cada vez más acelerado, de las instituciones
políticas liberales. Mientras que en 1918-1920 fueron disueltas, o
quedaron inoperantes, las asambleas legislativas de dos países
europeos, ese número aumentó a seis en los años veinte y a nueve
en los años treinta, y la ocupación alemana destruyó el poder
constitucional en otros cinco países durante la segunda guerra
mundial. En suma, los únicos países europeos cuyas instituciones
políticas democráticas funcionaron sin solución de continuidad
durante todo el período de entreguerras fueron Gran Bretaña,
Finlandia (a duras penas), Irlanda, Suecia y Suiza.
En
definitiva, esta era de las catástrofes conoció un claro retroceso
del liberalismo político, que se aceleró notablemente cuando Adolf
Hitler asumió el cargo de canciller de Alemania en 1933.
Considerando el mundo en su conjunto, en 1920 había treinta y cinco
o más gobiernos constitucionales y elegidos (según como se
califique a algunas repúblicas latinoamericanas), en 1938,
diecisiete, y en 1944, aproximadamente una docena. La tendencia
mundial era clara. Tal vez convenga recordar que en ese período la
amenaza para las instituciones liberales procedía exclusivamente de
la derecha ... Hasta entonces el término «totalitarismo»,
inventado como descripción, o autodescripción, del fascismo
italiano, prácticamente sólo se aplicaba a ese tipo de regímenes.
La Rusia soviética (desde 1923, la URSS) estaba aislada y no podía
extender el comunismo (ni deseaba hacerlo, desde que Stalin subió al
poder). .. Como lo demostró la segunda oleada revolucionaria que se
desencadenó durante y después de la segunda guerra mundial, el
temor a la revolución social y al papel que pudieran desempeñar en
ella los comunistas estaba justificado, pero en los veinte años de
retroceso del liberalismo ni un solo régimen democrático-liberal
fue desalojado del poder desde la izquierda. El peligro procedía
exclusivamente de la derecha, una derecha que no sólo era una
amenaza para el gobierno constitucional y representativo, sino una
amenaza ideológica para la civilización liberal como tal, y un
movimiento de posible alcance mundial, para el cual la etiqueta de
«fascismo», aunque adecuada, resulta insuficiente. Es insuficiente
porque no todas las fuerzas que derrocaron regímenes liberales eran
fascistas. Es adecuada porque el fascismo, primero en su forma
italiana original y luego en la versión alemana del
nacionalsocialismo, inspiró a otras fuerzas antiliberales, las apoyó
y dio a la derecha internacional una confianza histórica. En los
años treinta parecía la fuerza del futuro.
Las fuerzas
que derribaron regímenes liberales democráticos eran de tres tipos,
dejando a un lado el sistema tradicional del golpe militar empleado
en Latinoamérica para instalar en el poder a dictadores o caudillos
carentes de una ideología determinada. Todas eran contrarias a la
revolución social y en la raíz de todas ellas se hallaba una
reacción contra la subversión del viejo orden social operada en
1917- 1920. Todas eran autoritarias y hostiles a las instituciones
políticas liberales... Todas esas fuerzas tendían a favorecer al
ejército y a la policía, o a otros cuerpos capaces de ejercer la
coerción física, porque representaban la defensa más inmediata
contra la subversión. En muchos lugares su apoyo fue fundamental
para que la derecha ascendiera al poder. Por último, todas esas
fuerzas tendían a ser nacionalistas, en parte por resentimiento
contra algunos estados extranjeros, por las guerras perdidas o por no
haber conseguido formar un vasto imperio, y en parte porque agitar
una bandera nacional era una forma de adquirir legitimidad y
popularidad. Había, sin embargo, diferencias entre ellas. Los
autoritarios o conservadores de viejo cuño —el almirante Horthy en
Hungría; el mariscal Mannerheim, vencedor de la guerra civil de
blancos contra rojos en la nueva Finlandia independiente; el coronel,
y luego mariscal, Pilsudski, libertador de Polonia; el rey Alejandro,
primero de Serbia y luego de la nueva Yugoslavia unificada; y el
general Francisco Franco de España— carecían de una ideología
concreta, más allá del anticomunismo y de los prejuicios
tradicionales de su clase. Si se encontraron en la posición de
aliados de la Alemania de Hitler y de los movimientos fascistas en
sus propios países, fue sólo porque en la coyuntura de entreguerras
la alianza «natural» era la de todos los sectores de la derecha…
En el período en que se produjo la caída del liberalismo, la
Iglesia se complació en esa caída, con muy raras excepciones...
Hay que
referirse ahora a los movimientos a los que puede darse con propiedad
el nombre de fascistas. El primero de ellos es el italiano, que dio
nombre al fenómeno, y que fue la creación de un periodista
socialista renegado, Benito Mussolini, .. El propio Adolf Hitler
reconoció su deuda para con Mussolini y le manifestó su respeto,
incluso cuando tanto él como la Italia fascista demostraron su
debilidad e incompetencia en la segunda guerra mundial. A cambio,
Mussolini tomó de Hitler, aunque en fecha tardía, el antisemitismo
que había estado ausente de su movimiento hasta 1938, y de la
historia de Italia desde su unificación.
De no haber
mediado el triunfo de Hitler en Alemania en los primeros meses de
1933, el fascismo no se habría convertido en un movimiento general.
De hecho, salvo el italiano, todos los movimientos fascistas de
cierta importancia se establecieron después de la subida de Hitler
al poder. Destacan entre ellos el de los Flecha Cruz de Hungría, que
consiguió el 25 por 100 de los sufragios en la primera votación
secreta celebrada en este país (1939), y el de la Guardia de Hierro
rumana, que gozaba de un apoyo aún mayor. ..
No es fácil
decir qué era lo que desde 1933 tenían en común las diferentes
corrientes del fascismo, aparte de la aceptación de la hegemonía
alemana. La teoría no era el punto fuerte de unos movimientos que
predicaban la insuficiencia de la razón y del racionalismo y la
superioridad del instinto y de la voluntad... No es posible tampoco
identificar al fascismo con una forma concreta de organización del
estado, el estado corporativo: la Alemania nazi perdió rápidamente
interés por esas ideas, tanto más en cuanto entraban en conflicto
con el principio de una única e indivisible Volksgemeinschaft o
comunidad del pueblo. Incluso un elemento aparentemente tan crucial
como el racismo estaba ausente, al principio, del fascismo italiano.
Por otra parte, como hemos visto, el fascismo compartía el
nacionalismo, el anticomunismo, el antiliberalismo, etc., con otros
elementos no fascistas de la derecha. Algunos de ellos, en especial
los grupos reaccionarios franceses no fascistas, compartían también
con él la concepción de la política como violencia callejera.
La principal
diferencia entre la derecha fascista y la no fascista era que la
primera movilizaba a las masas desde abajo. .. El fascismo se
complacía en las movilizaciones de masas, y las conservó
simbólicamente, como una forma de escenografía política —las
concentraciones nazis de Nuremberg, las masas de la Piazza Venezia
contemplando las gesticulaciones de Mussolini desde su balcón—,
incluso cuando subió al poder; lo mismo cabe decir de los
movimientos comunistas. Los fascistas eran los revolucionarios de la
contrarrevolución: en su retórica, en su atractivo para cuantos se
consideraban víctimas de la sociedad, en su llamamiento a
transformarla de forma radical, e incluso en su deliberada adaptación
de los símbolos y nombres de los revolucionarios sociales… aunque
el fascismo también se especializó en la retórica del retorno del
pasado tradicional y obtuvo un gran apoyo entre aquellos que habrían
preferido borrar el siglo anterior, si hubiera sido posible, no era
realmente un movimiento tradicionalista... Propugnaba muchos valores
tradicionales, lo cual es otra cuestión. Denunciaba la emancipación
liberal —la mujer debía permanecer en el hogar y dar a luz muchos
hijos— y desconfiaba de la insidiosa influencia de la cultura
moderna y, especialmente, del arte de vanguardia, al que los
nacionalsocialistas alemanes tildaban de «bolchevismo cultural» y
de degenerado. Sin embargo, los principales movimientos fascistas —el
italiano y el alemán— no recurrieron a los guardianes históricos
del orden conservador, la Iglesia y la monarquía...
El pasado al
que apelaban era un artificio. Sus tradiciones eran inventadas. El
propio racismo de Hitler no era ese sentimiento de orgullo por una
ascendencia común, pura y no interrumpida ... Era, más bien, una
elucubración posdarwiniana formulada a finales del siglo XIX, que
reclamaba el apoyo (y, por desgracia, lo obtuvo frecuentemente en
Alemania) de la nueva ciencia de la genética o, más exactamente, de
la rama de la genética aplicada («eugenesia») que soñaba con
crear una superraza humana mediante la reproducción selectiva y la
eliminación de los menos aptos. La raza destinada a dominar el mundo
con Hitler ni siquiera tuvo un nombre hasta 1898, cuando un
antropólogo acuñó el término «nórdico». Hostil como era, por
principio, a la Ilustración y a la revolución francesa, el fascismo
no podía creer formalmente en la modernidad y en el progreso, pero
no tenía dificultad en combinar un conjunto absurdo de creencias con
la modernización tecnológica en la práctica
…es
necesario explicar esa combinación de valores conservadores, de
técnicas de la democracia de masas y de una ideología innovadora de
violencia irracional, centrada fundamentalmente en el nacionalismo.
Ese tipo de movimientos no tradicionales de la derecha radical habían
surgido en varios países europeos a finales del siglo XIX como
reacción contra el liberalismo (esto es, contra la transformación
acelerada de las sociedades por el capitalismo) y contra los
movimientos socialistas obreros en ascenso y, más en general, contra
la corriente de extranjeros que se desplazaban de uno a otro lado del
planeta en el mayor movimiento migratorio que la historia había
registrado hasta ese momento. .. Los años finales del siglo XIX
anticiparon lo que ocurriría en las postrimerías del siglo XX e
iniciaron la xenofobia masiva, de la que el racismo —la protección
de la raza pura nativa frente a la contaminación, o incluso el
predominio, de las hordas subhumanas invasoras— pasó a ser la
expresión habitual.
El sustrato
común de esos movimientos era el resentimiento de los humildes en
una sociedad que los aplastaba entre el gran capital, por un lado, y
los movimientos obreros en ascenso, por el otro. O que, al menos, les
privaba de la posición respetable que habían ocupado en el orden
social y que creían merecer, o de la situación a que creían tener
derecho en el seno de una sociedad dinámica. Esos sentimientos
encontraron su expresión más característica en el antisemitismo,
que en el último cuarto del siglo XIX comenzó a animar, en diversos
países, movimientos políticos específicos basados en la hostilidad
hacia los judíos. Los judíos estaban prácticamente en todas partes
y podían simbolizar fácilmente lo más odioso de un mundo injusto,
en buena medida por su aceptación de las ideas de la Ilustración y
de la revolución francesa que los había emancipado y, con ello, los
había hecho más visibles. Podían servir como símbolos del odiado
capitalista/financiero; del agitador revolucionario; de la influencia
destructiva de los «intelectuales desarraigados» y de los nuevos
medios de comunicación de masas; de la competencia —que no podía
ser sino «injusta»— que les otorgaba un número desproporcionado
de puestos en determinadas profesiones que exigían un nivel de
instrucción; y del extranjero y del intruso como tal. Eso sin
mencionar la convicción generalizada de los cristianos más
tradicionales de que habían matado a Jesucristo. .. Existe por ello
una continuidad directa entre el antisemitismo popular original y el
exterminio de los judíos durante la segunda guerra mundial.
Los nuevos
movimientos de la derecha radical que respondían a estas tradiciones
antiguas de intolerancia, pero que las transformaron
fundamentalmente, calaban especialmente en las capas medias y bajas
de la sociedad europea, y su retórica y su teoría fueron formuladas
por intelectuales nacionalistas que comenzaron a aparecer en la
década de 1890. El propio término «nacionalismo» se acuñó
durante esos años para describir a esos nuevos portavoces de la
reacción. .. No obstante, dado que el fascismo tenía dificultades
para atraer a los elementos tradicionales de la sociedad rural y que
era el enemigo jurado de las ideologías y partidos identificados con
la clase obrera organizada, su principal apoyo natural residía en
las capas medias de la sociedad.
Hasta qué
punto caló el fascismo en la clase media es una cuestión sujeta a
discusión. Ejerció, sin duda, un fuerte atractivo entre los jóvenes
de clase media, especialmente entre los estudiantes universitarios de
la Europa continental que, durante el período de entreguerras, daban
apoyo a la ultraderecha. .. Entre 1930 y 1932, los votantes de los
partidos burgueses del centro y de la derecha se inclinaron en masa
por el partido nazi. Sin embargo, no fueron ellos los constructores
del fascismo. Por la forma en que se dibujaron las líneas de la
lucha política en el período de entreguerras, esas capas medias
conservadoras eran susceptibles de apoyar, e incluso de abrazar, el
fascismo. La amenaza para la sociedad liberal y para sus valores
parecía encarnada en la derecha, y la amenaza para el orden social,
en la izquierda. Fueron sus temores los que determinaron la
inclinación política de la clase media. Los conservadores
tradicionales se sentían atraídos por los demagogos del fascismo y
se mostraron dispuestos a aliarse con ellos contra el gran enemigo.
...durante
el período de entreguerras, la alianza «natural» de la derecha
abarcaba desde los conservadores tradicionales hasta el sector más
extremo de la patología fascista, pasando por los reaccionarios de
viejo cuño. Las fuerzas tradicionales del conservadurismo y la
contrarrevolución eran fuertes, pero poco activas. El fascismo les
dio una dinámica y, lo que tal vez es más importante, el ejemplo de
su triunfo sobre las fuerzas del desorden. (El argumento habitual en
favor de la Italia fascista era que «Mussolini había conseguido que
los trenes circularan con puntualidad».)
Sin ningún
género de dudas el ascenso de la derecha radical después de la
primera guerra mundial fue una respuesta al peligro, o más bien a la
realidad, de la revolución social y del fortalecimiento de la clase
obrera en general, y a la revolución de octubre y al leninismo en
particular. Sin ellos no habría existido el fascismo, pues aunque
había habido demagogos ultraderechistas políticamente activos y
agresivos en diversos países europeos desde finales del siglo XIX,
hasta 1914 habían estado siempre bajo control. Desde ese punto de
vista, los apologetas del fascismo tienen razón, probablemente,
cuando sostienen que Lenin engendró a Mussolini y a Hitler. Sin
embargo, no tienen legitimidad alguna para disculpar la barbarie
fascista, como lo hicieron algunos historiadores alemanes en los años
ochenta (Nolte, 1987), afirmando que se inspiraba en las barbaridades
cometidas previamente por la revolución rusa y que las imitaba.
Es
necesario, además, hacer dos importantes matizaciones a la tesis de
que la reacción de la derecha fue en lo esencial una respuesta a la
izquierda revolucionaria. En primer lugar, subestima el impacto que
la primera guerra mundial tuvo sobre un importante segmento de las
capas medias y medias bajas, los soldados o los jóvenes
nacionalistas que, después de noviembre de 1918, comenzaron a
sentirse defraudados por haber perdido su oportunidad de acceder al
heroísmo. El llamado «soldado del frente» (Frontsoldat) ocuparía
un destacado lugar en la mitología de los movimientos de la derecha
radical —Hitler fue uno de ellos— y sería un elemento importante
en los primeros grupos armados ultranacionalistas … (Este era) un
grupo pequeño en términos relativos, pero numeroso en términos
absolutos, una minoría para la cual la experiencia de la lucha,
incluso en las condiciones de 1914-1918, era esencial e inspiradora;
para quien el uniforme, la disciplina y el sacrificio así como las
armas, la sangre y el poder, eran lo que daba sentido a su vida
masculina... Esos Rambos de su tiempo eran reclutas naturales de la
derecha radical.
La segunda
matización es que la reacción derechista no fue una respuesta al
bolchevismo como tal, sino a todos los movimientos, sobre todo los de
la clase obrera organizada, que amenazaban el orden vigente de la
sociedad... Lenin era el símbolo de esa amenaza, más que su
plasmación real. Para la mayor parte de los políticos, la verdadera
amenaza no residía tanto en los partidos socialistas obreros, cuyos
líderes eran moderados, sino en el fortalecimiento del poder, la
confianza y el radicalismo de la clase obrera, que daba a los viejos
partidos socialistas una nueva fuerza política ... Ha sido una
racionalización a posteríori la que ha hecho de Lenin y Stalin la
excusa del fascismo.
Con todo, lo
que es necesario explicar es por qué la reacción de la derecha
después de la primera guerra mundial consiguió sus triunfos
cruciales revestida con el ropaje del fascismo, puesto que antes de
1914 habían existido movimientos extremistas de la ultraderecha
...(que) Tuvieron cierta influencia política en el seno de la
derecha y en algunos círculos intelectuales, pero en ninguna parte
alcanzaron una posición dominante. Lo que les dio la oportunidad de
triunfar después de la primera guerra mundial fue el hundimiento de
los viejos regímenes y, con ellos, de las viejas clases dirigentes y
de su maquinaria de poder, influencia y hegemonía. En los países en
los que esos regímenes se conservaron en buen estado no fue
necesario el fascismo...
Las
condiciones óptimas para el triunfo de esta ultraderecha extrema
eran un estado caduco cuyos mecanismos de gobierno no funcionaran
correctamente; una masa de ciudadanos desencantados y descontentos
que no supieran en quién confiar; unos movimientos socialistas
fuertes que amenazasen —o así lo pareciera— con la revolución
social, pero que no estaban en situación de realizarla; y un
resentimiento nacionalista contra los tratados de paz de 1918-1920.
En esas condiciones, las viejas elites dirigentes, privadas de otros
recursos, se sentían tentadas a recurrir a los radicales
extremistas, como lo hicieron los liberales italianos con los
fascistas de Mussolini en 1920-1922 y los conservadores alemanes con
los nacionalsocialistas de Hitler en 1932-1933. .. Sin embargo, el
fascismo no «conquistó el poder» en ninguno de los dos estados
fascistas, aunque en ambos recurrió frecuentemente a la retórica de
«ocupar la calle» y «marchar sobre Roma». En los dos países, el
fascismo accedió al poder con la connivencia del viejo régimen o
(como en Italia) por iniciativa del mismo, esto es, por
procedimientos «constitucionales».
La novedad
del fascismo consistió en que, una vez en el poder, se negó a
respetar las viejas normas del juego político y, cuando le fue
posible, impuso una autoridad absoluta. La transferencia total del
poder, o la eliminación de todos los adversarios, llevó mucho más
tiempo en Italia (1922-1928) que en Alemania (1933-1934), pero una
vez conseguida, no hubo ya límites políticos internos para lo que
pasó a ser la dictadura ilimitada de un «líder» populista supremo
(duce o Führer).
Probablemente,
el fascismo no habría alcanzado un puesto relevante en la historia
universal de no haberse producido la Gran Depresión. Italia no era
por sí sola un punto de partida lo bastante sólido como para
conmocionar al mundo... Tras la recuperación económica de 1924, el
Partido Nacionalsocialista quedó reducido al 2,5-3 por 100 de los
votos, en las elecciones de 1928 obtuvo poco más de la mitad de los
votos que consiguió el pequeño y civilizado Partido Demócrata
alemán, algo más de una quinta parte de los votos comunistas y
mucho menos de una décima parte de los conseguidos por los
socialdemócratas. Sin embargo, dos años más tarde consiguió el
apoyo de más del 18 por 100 del electorado, convirtiéndose en el
segundo partido alemán. Cuatro años después, en el verano de 1932,
era con diferencia el primer partido, con más del 37 por 100 de los
votos... Sin ningún género de dudas, fue la Gran Depresión la que
transformó a Hitler de un fenómeno de la política marginal en el
posible, y luego real, dominador de Alemania. ”
Hobsbawm, E.
La Caída del liberalismo. Cap.
IV. De Historia
del Siglo XX. Pág.
115 a 145
*** *** ***
Interpretaciones
y debates
Las
razones que dan cuenta de la aparición de regímenes fascistas y la
naturaleza de estos movimientos han suscitado numerosas
interpretaciones. A costa de simplificar un debate complejo, los
estudios se pueden clasificar en dos grandes perspectivas: las
estructuralistas y las intencionalistas. Las primeras se centran en
la combinación de factores que hicieron posible la emergencia y el
éxito de estos nuevos regímenes. En este grupo se encuentran
diferentes corrientes. Entre las más clásicas se distinguen, por un
lado, la marxista ortodoxa, que vinculó al fascismo con la necesidad
del gran capital de recurrir a la dictadura política para garantizar
su supervivencia, y por otro la versión que lo presenta como un modo
de acceder a la modernización en aquellos países cuya
industrialización había sido tardía, débil o bien muy dependiente
de sectores tradicionales. En el caso alemán se ha insistido mucho
en el carácter excepcional de su evolución histórica (el
denominado Sonderweg
o camino especial), en la que convivieron estructuras muy arcaicas de
carácter político con otras muy avanzadas en el plano económico.
Esta contradicción sería la explicación básica de la aparición
del nazismo alemán.
En
un principio, la perspectiva intencionalista se centró en el papel
clave de Hitler. El mito de un Hitler todopoderoso y omnipresente
empezó con el fin de la guerra. Las memorias y biografías de
generales alemanes aparecidas en los años cincuenta contribuyeron a
representarlo como un hombre sediento de poder que centralizaba todas
las decisiones y que no dejaba margen a la discusión y mucho menos a
la contradicción. Esta narrativa estuvo presente también en la obra
de académicos, literatos y cineastas. Hitler apareció como el único
responsable de todos los males de Alemania y de Europa, de las
matanzas, los exterminios y las atrocidades.
La
versión historiográfica liberal alemana, dominante en las décadas
de 1950 y 1960, se negó a considerar al nazismo como una expresión
del fascismo genérico, especialmente en virtud de la orientación
impuesta a la política exterior nazi y de la instrumentación del
genocidio judío. Desde esta versión, las obsesiones ideológicas de
Hitler fueron reconocidas como la causa principal de los rasgos
básicos del régimen, signado por un alto grado de irracionalidad y
un marcado sesgo autodestructivo. La barbarie nazi era un caso único
y excepcional. Sin embargo, esta explicación simplificó el
problema. El nazismo pasó a ser básicamente hitlerismo, mientras
que el papel del resto de los actores, el de los que colaboraron y el
de los que concedieron, quedaba en las sombras como si hubieran
actuado, o bien bajo el influjo del líder carismático o bien
obedeciendo órdenes.
La
historiografía más reciente ha buscado estudiar a Hitler como un
dirigente producto de su momento y sus circunstancias históricas,
que recibió el apoyo y la admiración de amplísimos sectores al
interior de Alemania, y que además fue visualizado, por las
democracias occidentales, durante los primeros años, como un freno
frente al peligro del comunismo, y que también generó expectativas
entre quienes lo vieron como una alternativa viable a la “decadente
democracia”.
En los mejores trabajos históricos, Hitler no deja de tener un papel
protagónico en el proceso nazi, pero sus ideas, acciones y
decisiones no son suficientes para explicar la dinámica del nazismo.
Entre
los politólogos, especialmente en el marco de la Guerra Fría, ganó
terreno la categoría de totalitarismo. Este término fue utilizado
en 1923 por Giovanni Amendola, diputado opositor de los fascistas, en
un discurso en el que denunciaba el control impuesto a las diferentes
instituciones italianas. Mussolini lo retomó en un discurso
pronunciado en junio de 1925, en el que reivindicaba “la
feroz voluntad totalitaria de su régimen”,
y siete años después Giovanni Gentile, teórico fascista, lo
desarrolló en el capítulo “Fascismo” de la Enciclopedia
Italiana,en el
que aparece como negación del liberalismo político. “El
liberalismo negaba al Estado en beneficio del individuo particular,
el fascismo reafirma al Estado como la realidad verdadera del
individuo. (...) Ya que para el fascista todo está en el Estado, y
nada humano o de espiritual existe (...) fuera del Estado. En ese
sentido, el fascismo es totalitario”.
En
los años treinta el concepto de régimen totalitario fue ganando
espacio para designar únicamente los regímenes fascistas y nazis.
Con
el desarrollo de la Guerra Fría, en el bloque occidental se propuso
la categoría totalitarismo para definir tanto al nazifascismo como
al régimen soviético. El modelo totalitario permitía presentar
políticamente el régimen estalinista como equivalente del régimen
hitleriano y convertir a la democracia liberal en su contramodelo
absoluto. En el bloque comunista se impuso la concepción de la
Tercera Internacional, que definió el fascismo como una reacción de
la burguesía ante el derrumbe del capitalismo; en consecuencia, los
regímenes fascistas y nazis están más cerca del bloque occidental
que de la URSS, ya que el fascismo es una evolución probable del
capitalismo.
El
alemán exiliado en Estados Unidos Carl Friedrich fue uno de los
principales autores de la definición universitaria del
totalitarismo. En el artículo “The Unique Character of
Totalitarian Society”, incluido en la obra colectiva
Totalitarianism,
publicada en 1954, Friedrich definió el régimen totalitario en base
a cinco rasgos claves:
Una
ideología oficial del Estado;
un
partido único de masas;
monopolio
de los medios de combate;
monopolio
de los medios de comunicación;
control
policíaco terrorista, que define a los adversarios como enemigos y
en forma arbitraria.
En
1956 Carl Friedrich y Zbigniew Brzezinski, futuro consejero para la
Seguridad Nacional del presidente demócrata Jimmy Carter, redactaron
la primera edición de Totalitarian
Dictatorship and Autocracy,
trabajo en el que Friedrich retoca su modelo de cinco puntos y le
agrega uno más: el control de la economía por el Estado.
En
la década de 1960 se produjo una profunda renovación en la
historiografía de izquierda, que rompe con el molde economicista del
marxismo estructuralista y avanza en el estudio de las conexiones
entre las diferentes dimensiones: política, económica, ideológica,
culturales del régimen nazi. Al mismo tiempo se destacan la
limitaciones del concepto de totalitarismo: la identificación de las
similitudes más evidentes pasaba por alto las diferencias entre los
regímenes fascistas y los regímenes comunistas, tanto en el plano
de la organización material como en la ideología, en los modos de
toma del poder, en la relación con el capitalismo, en las relaciones
entre cada uno de estos regímenes con las diferentes clases
sociales. Aunque ambos regímenes, como proponía la categoría de
totalitarismo, debían ser rechazados por el uso sistemático del
terror ejercido por el Estado, la subestimación de diferencias
claves impedía avanzar en la explicación de procesos históricos
con marcados contrastes.
Tanto
en el campo de la historia como en el de las ciencias sociales son
múltiples las perspectivas desde las que se han propuesto
explicaciones del fenómeno fascista. En todos los casos, los
estudiosos han combinado presupuestos teóricos, adhesiones
ideológicas y juicios de valor. Y aunque el debate seguirá abierto,
los trabajos historiográficos ofrecen cada vez más la posibilidad
de articular contextos e intenciones a través de la reconstrucción
de cada experiencia singular, sin perder de vista los rasgos y
procesos compartidos en que se apoya el concepto de fascismo.
*** *** ***
La
comprensión del fenómeno político (y moral) del nacionalsocialismo
resulta todavía a inicios del siglo XXI un campo de debate
particularmente abierto. Tal vez sea difícil aún hoy comprender el
significado de Hitler y, especialmente, se hace difícil entender si
el nazismo está (o no) realmente muerto o que parte de él ha
pervivido en los usos y costumbres de la manipulación de masas (es
un hecho que toda la publicidad posterior copió el modelo nazi) y en
la acción política democrática.
Si
la historia es usada como herramienta para dar sentido al conflicto,
es obvio que se está muy lejos de comprender históricamente al
nacionalsocialismo porque el debate no es historiográfico sino
político. Las controversias e interpretaciones más significativas
del nazismo no son sólo debates académicos sobre metodología
histórica, sino que plantean un problema político acuciante hoy: el
del significado del totalitarismo en la vida cotidiana de las
democracias. Cuando se discute sobre Hitler y el nazismo nunca se
discute ‘sólo’ sobre Hitler y el nazismo. En la medida que no
existe un consenso sobre el significado del totalitarismo, las
polémicas historiográficas remiten a algo no dicho pero obvio en el
trasfondo del tema. Verdaderos o falsos debates sobre el
totalitarismo son también debates sobre cómo entender los peligros
que acechan a la democracia y sobre cómo preservar la memoria del
horror para impedir su regreso.
A
modo de ejemplo resumiremos muy por encima las principales
discusiones actuales entre historiadores y filósofos, sobre la
naturaleza del nazismo que, en buena parte, van mucho más allá de
lo que las apariencias académicas indican.
1.-Sistema
o individuo:
En
este debate la pregunta central es si el nazismo y Hitler pueden ser
explicados como consecuencia de un sistema cultural que ya venía de
lejos (la concepción luterana de la obediencia, Federico II y el
militarismo prusiano, el imperativo categórico kantiano, el
romanticismo patriótico de Fichte, Bismark, etc.) y que culmina en
Hitler. O si por el contrario como sostuvo Gerhard Ritter en Europa
y la cuestión alemana
(1948), Hitler nada tuvo que ver con esa tradición (en definitiva
culturalista y aristocratizante) sino que instauró una ‘movilización
total’ y un sistema político de masas que sin relación de
continuidad con el viejo conservadurismo. En este sentido el
nazifascismo sería «un paréntesis» y no una consecuencia de la
historia europea.
Para
los defensores de la especificidad de Hitler, éste no sería más
(ni menos) que el mejor demagogo de la historia, capaz de fascinar a
las masas de una manera antes jamás conocida. Hitler habría sido el
primero en usar las técnicas de condicionamiento psicológico a gran
escala. Joseph-Peter Stern en Hitler,
el Führer y el pueblo (1975)
insistió en que Hitler fue un mito forjado sobre el culto a la
voluntad, la inspiración profética, el ritual trascendente y la
indiferencia ante las condiciones reales de la sociedad.
2.-
Intencionalidad o circunstancia:
Es
el debate sobre si Hitler y el nazismo obraron de acuerdo a un plan o
si lo hicieron azuzados por circunstancias que, en la mayor parte de
las ocasiones, se escaparon a su control. Eberhardt Jäckel en Hitler
ideólogo
(1969) insistió en que Hitler fue realizando sistemáticamente el
programa contenido en el ‘Mein
Kampf’,
el del ‘Segundo libro’ (1928), nunca publicado por demasiado
obvio en lo referente a política internacional y el del ‘Testamento
político’ recogido por Martin Bormann (1945). El programa deba
prioridad a la política de conquista (el ‘espacio vital’), al
militarismo y al odio obsesivo hacia todo lo judío y se realizó
punto por punto. Se justifica en el hecho de que el judío es la
fuente de todos los males y el factor disolvente de la comunidad
nacional. El genocidio estaría así en el centro mismo del proyecto
nazi en la medida que el antisemitismo une a Hitler con las masas.
Los
partidarios de la teoría del nazismo como respuesta a circunstancias
excepcionales (Franz Neumann en La
dictadura alemana)
no han dejado de indicar que el nazismo fue siempre un caos
institucional, sometido a continuas luchas entre el Estado y el
partido. El Führer era mucho más indeciso y débil de lo que se
supone y existían diversos y contradictorios grupos de presión en
el entorno de Hitler, movidos por la improvisación inevitable por la
dualidad de poder (Estado – partido), por lo menos hasta que Göring
intentó romper con ella en 1937-1938. Para esta visión del nazismo,
el partido era ineficaz y corrupto, de manera que sus decisiones eran
finalmente de un alcance muy limitado.
En
la lectura propugnada por Hans Mommsen (Bochum), la ‘solución
final’ no habría sido producto de una decisión programática sino
de la decisión tomada por las SS de desembarazarse de los judíos
expulsados de Alemania y reagrupados en Polonia a los que, por la
situación bélica, era imposible, expulsar hacia Rusia. Una vez
iniciado el movimiento de exterminación, Heydrich lo habría
sistematizado. En todo caso lo que existiría es una responsabilidad
colectiva. Las viejas élites del Estado prusiano serían tan
responsables del exterminio como la ‘hubris’
de un solo hombre.
3.-
Esencialismo o funcionalismo:
Es
el debate propiamente filosófico y sociológico. Para los
partidarios del primer modelo, cuya representante más conocida es
Hannah Arendt, existe algo así como una ‘esencia’ del
totalitarismo –y en tal sentido se puede asociar al debate sobre el
mal en la historia y sobre la presencia de lo diabólico mismo en la
racionalidad. La ‘hubris’
hacía
su camino. La publicación de los Diartios
de Victor Klemperer ha mostrado de una manera muy precisa que el
totalitarismo es inseparable de la construcción de un lenguaje
esencialista, cuya presencia es cotidiana y asfixiante.
En
cambio, para los funcionalistas, cuyos representantes básicos son
Aron y Brzezinski, el nazismo no se habría producido por ninguna
necesidad metafísica (los pueblos no se suicidan), sino que se
dieron una serie de características diversas (desde la miseria
producida por el tratado de Versalles, el elitismo de Weimar, el
militarismo, las contradicciones políticas internacionales, etc.),
cuya conjunción dio origen a Hitler.
4.-
Conservadurismo o modernidad:
Es
el debate sobre la significación de la cultura en la política y
tiene una honda significación en la medida en que muchos de los
autores de este periodo son citados sistemáticamente por el
pensamiento neoconservador surgido en el fétido ambiente cultural
propiciado por el presidente americano George Bush (hijo).
Hay
dos lecturas significativas que están de acuerdo en lo que habría
sido el nazismo, una revolución conservadora, pero que no coinciden
cuando se hace referencia a si este habría sido más o menos
‘tocado’ por la revolución industrial.
Encontramos,
por una parte el viejo racismo ‘popular’ [völkisch]
que exalta el paganismo, el paisaje del norte, la tierra y la sangre,
en la estela de Huston Chamberlain, del darwinismo social y del
catolicismo más antisemita. Es el tradicionalismo partidario de
mantener la ‘pureza’ primigenia el [Ur-volk]
y que maldice un mundo que, por lo demás, les rechaza. Para Daniel
J. Goldhagen, en Los
verdugos voluntarios de Hitler,
es toda Alemania, y no sólo los jerarcas del partido, la que desea
la solución final, en la medida que la cultura alemana participa de
unos valores culturales tradicionales y racistas.
Si
embargo para muchos otros autores, el nazismo sería la culminación
de una ‘revolución conservadora’ paradójicamente moderna,
marcada por la teoría del pesimismo cultural y por el convencimiento
de la necesidad de reaccionar ante la supuesta decadencia espiritual
alemana [el Kulturpessimismus].
Autores como Oswald Spengler, los hermanos Jünger, el jurista
católico Carl Schmitt y el curioso nacional-bolchevique Ernst
Niekisch representarían el aspecto ‘moderno’ (nietzscheano y
schopenhauriano) de esta revuelta contra los ideales de la
Ilustración en nombre la patria, que usa la tecnología como
instrumento pero aborrece de ella en la medida que disuelve los lazos
esenciales de la comunidad.
El
propio Ernst Nolte en La
crisis del sistemka liberal y los movimientos fascistas
de
1971, ofrece una lista de los acontecimientos que la crítica
cultural conservadora consideraba síntomas de decadencia y contra
los cuales se manifiesta el nacional-socialismo: «el crecimiento de
las ciudades, la pérdida del modo de vida natural, la complicación
del pensamiento jurídico, las ansias de provecho del capitalismo,
las conspiraciones de los masones, la decadencia de los grandes
valores, el retroceso de la aristocracia ante la burguesía, la
emancipación de la mujer, la creciente dependencia de Alemania de la
economía mundial, pero ante todo la aparición del marxismo» (p.
193). Lo paradójico es que esta crisis de la tradición sólo podía
ser superada mediante la técnica y mediante la ‘movilización
total’ (Jünger), es decir de una forma que nada tenía que ver con
la tradición y el conservadurismo. Como ha observado el propio
Nolte: «… en este caso, los caracteres fundamentales del
pensamiento conservador se han unido a modos de pensar que hasta
entonces siempre habían sido considerados como anticonservadores: la
total falta de respeto hacia lo ‘presente’ y hacia los ‘mayores’,
una voluntad de cambio radical, la manía del ‘poder hacer’.
Precisamente esa unidad inconsistente de lo más antiguo y lo más
moderno, empero, es el rasgo básico esencial de todo fascismo, el
que lo diferencia del conservadurismo más apasionado y decidido»
(p.193-194).
5.-
La querella de los historiadores (Historikerstreit): El
artículo de Ernst Nolte en el Frankfurter
AZ,
un diario de centro-derecha (coeditado por Joachim Fest), bajo el
título de ‘Un
pasado que no quiere pasar’
(6 de junio de 1986) provocó la respuesta de Jürgen Habermas (11 de
julio de 1986) insistiendo en que los alemanes nunca habían aceptado
su ‘culpabilidad’, lo que significaba que Alemania todavía no
había podido hacer su ‘trabajo del duelo’ por el nazismo. El
intercambio de textos dio lugar a una furibunda polémica, llamada
‘la querella de los historiadores’ que convirtió a Nolte en un
paria intelectual pero que abrió una brecha muy importante para los
estudios sobre el totalitarismo.
Según
Nolte (y François Furet, el único historiador consagrado que aceptó
dialogar con él en Fascismo
y comunismo,
1998), el nazismo debía explicarse por el miedo al comunismo. Sería,
pues: ‘Una reacción nacida de la ansiedad producida por la
revolución rusa’. El comunismo habría sido el primer sistema en
proponer una aniquilación total (de una clase social, la burguesía
en este caso) y cuando los nazis inician el exterminio de los judíos,
Auschwitz es una imitación o un espejo del Gulag. El asesinato
racial de los nazis sería, así, una consecuencia del asesinato de
clase de los bolcheviques. Por lo demás, los judíos serían
‘prisioneros de guerra’ en la medida que Chaïm Weizmann,
presidente de la ‘Jewis Agency for Palestine’ había dicho (5 de
septiembre de 1939) que los judíos de todo el mundo lucharían junto
a Inglaterra y las democracias.
De
hecho Nolte ya había afirmado en su primera obra El
fascismo en su época
(1963) que el fascismo era una reacción contra la modernidad y, en
tal sentido, constituía un ‘fenómeno negativo’ (entendiendo la
negación en el sentido hegeliano). Nolte había sido discípulo de
Heidegger y ello no deja de tener su importancia en el debate. Para
Nolte, Action Francaise era la tesis, el fascismo italiano la
antítesis y el nacional-socialismo constituía la síntesis. Tesis
que no deja de ser una manera elegante de declarar lo que hará
explícito más adelantes: que todos los países pueden tener ‘su’
Hitler- cosa que Nolte planteó al decir que Vietnam era ‘una
versión cruel de Auschwitz’.
El
fascismo a nivel político es una negación del marxismo, a nivel
sociológico es una negación del espíritu burgués y
metapolíticamente significa una negación de la modernidad (que él
denomina resistencia a la trascendencia). Y de ahí su oposición a
todo tipo de judaísmo que a su parecer significaba la modernidad, el
mundo de la gran banca, etc.
La
obra de Nolte, aún ‘maldita’, plantea un grave problema
historiográfico: en su opinión el hecho de que Auschwitz no
estuviese durante decenios en el centro del debate historiográfico
(el tema sólo empezó a interesar después de la guerra de Vietnam,
e incluso gentes como Primo Levi tuvo problemas para encontrar
editor), significa que leer el totalitarismo desde los campos nazis
es tanto como hacer ‘historia retrospectiva’. El Reich no fue
destruido por totalitario, ni los aliados hicieron nada para impedir
Auschwitz. Por lo tanto no tiene sentido leer la 2ª Guerra mundial
como una lucha de la democracia contra el totalitarismo. De ahí que
Nolte propugne, como Michael Stürmer, especialista en la Alemania de
Bismarck y consejero del canciller Helmut Kohl que hay que recuperar
la integralidad de la historia alemana, abordando sin vergüenza
histórica la restauración de la unidad nacional. Puestas las cosas
de este modo, el debate que se plantea no es historiográfico, sino
básicamente moral: ¿puede ‘normalizarse’ el nazismo?, ¿en que
tipo de sociedad creemos cuando el nazismo o el estalinismo son
‘normales? Es evidente que, por lo demás hay una gran necesidad
por parte de alguna gente (académicos incluidos), para blanquear o
limpiar su pasado.
¿Estaba programada de antemano el genocidio judío?
Dos corrientes historiográficas han intentado comprender el modo en que
se organizó el genocidio de los judíos. Ambas están de acuerdo en
constatar la enormidad de los crímenes cometidos, pero ¿cuál fue
el papel personal jugado por Hitler? ¿Cuál el de los nazis en su
conjunto?
Unos son los "intencionalistas",
que piensan que el genocidio estaba ya presente en el primer programa
de Hitler, en 1919/20; los otros son "funcionalistas",
que sostienen que el genocidio se planteó sobre la marcha, a menudo
mediante la improvisación y en medio de la pugna entre diversos
poderes del sistema nazi.
Los
"intencionalistas":
Para
este grupo de historiadores, las preguntas sobre el surgimiento de la
solución final encuentran respuesta en la retórica antisemita de
Hitler que, en diferentes periodos de su carrera, materializa en los
judíos un objetivo constante. De esta forma, Hitler aparece como el
motor de la política antisemita nazi, manifestando en sus opiniones
una línea de pensamiento coherente. Hitler es, asimismo, considerado
como el único estratega con suficiente autoridad y determinación
para llevar a cabo la realización de la solución final. En la que
puede ser la obra más leída sobre este aspecto (La
guerra contra los judíos),
Lucy Dawidowicz sostiene que el Fürher preparaba ya el terreno para
el exterminio masivo en septiembre de 1939, durante la invasión de
Polonia.
"La
aniquilación de los judíos y la guerra eran interdependientes",
escribe. Los desórdenes de la guerra proporcionaron a Hitler la
cobertura necesaria para cometer los asesinatos desenfrenados. Tales
operaciones necesitaban de un escenario donde las reglas de la moral
o los habituales códigos de la guerra no tuvieran ya lugar".
Septiembre de 1939 vio pues desarrollarse una "doble guerra":
por una parte, una guerra de conquista buscando por medios
tradicionales el control de las materias primas y la creación de un
imperio; por otra, la guerra contra los judíos, la confrontación
decisiva contra el principal enemigo del Tercer Reich. Desde esta
perspectiva, la orden de exterminio en masa a escala europea, lanzada
a finales de la primavera o durante el verano de 1941, se deriva
directamente de las ideas de Hitler acerca de los judíos; ideas que
ya había expresado en 1919. Pudo, en diversas ocasiones, camuflar o
minimizar la importancia de su programa de aniquilación. Pero,
insiste Dawidowicz, sus intenciones no variaron jamás: "Hitler
había formulado planes a largo plazo para realizar sus objetivos
ideológicos, y la destrucción de los judíos era su núcleo
fundamental".
Tomando la expresión del historiador británico Tim Mason,
Chistopher Browning fue el primero en calificar de "intencionalista"
esta interpretación que pone el acento sobre el papel jugado por
Hitler en la puesta en ejecución del asesinato de los judíos de
Europa, detectando un alto grado de obstinación, de coherencia y de
lógica en el desarrollo de la política antisemita de los nazis, de
la que el principal objetivo era el exterminio masivo. Los
"funcionalistas", que critican esta corriente, insisten más
sobre la evolución de los objetivos nazis, al compás de los
acontecimientos azarosos de la política alemana y de la interacción
entre esta y los mecanismo internos del Tercer Reich.
Los
funcionalistas:
Esta corriente se desarrolló en torno a importantes historiadores
alemanes como Martin Broszat. Los trabajos de Martin Broszat, de Hans
Mommsen y de muchos otros ponen en cuestión la idea de que la
evolución del Tercer Reich fuera el resultado de la aplicación de
un plan preestablecido, enunciado en el Mein Kampf y minuciosamente
preparado durante el "periodo de lucha" previo a la toma
del poder, en 1933. Rechazan el hecho de que tal programa hubiera
podido imponerse sin zaherir a todos los componentes de la sociedad
alemana y más aún al resto de la sociedad internacional. Critican
el postulado de base de este análisis, llamado intencionalista, que
sostiene que Hitler fue el factor determinante del sistema criminal
puesto en funcionamiento por los nazis, y que la violencia extrema y
una posición omnipotente le permitieran concretar su visión racista
del mundo. Frente a esta perspectiva, los funcionalistas retomaron y
desarrollaron una idea sugerida en 1942 por el sociólogo exiliado
Fraz Neumann. Lejos de conformar un bloque, el régimen nazi estaba
sometido a fuerzas centrífugas que constituían apartados en los que
la interacción definía su especificidad: el aparato del partido
propiamente dicho, sus múltiples organizaciones satélites
(profesionales, culturales, juveniles...), el ejército, las fuerzas
económicas, en las que se juntan aparatos totalitarios que escapan
al control tanto del partido como del Estado. Dos hechos esenciales
se deducen de esta interpretación. Por una parte, el sistema nazi se
construyó sobre la dinámica de un movimiento discontinuo. La etapa
final – la radicalización asesina -, no puede erigirse en el punto
de arranque de todo análisis, porque el Tercer Reich estuvo sujeto a
una temporalidad propia, es el producto de una historia que se trata
precisamente de analizar. Lejos de ser un sistema rígido y cerrado,
el estado hitleriano fue un sistema relativamente abierto, a veces
anárquico, en evolución permanente y del que uno de sus resortes
fue la existencia de fuertes rivalidades entre las diversas fuentes
de poder, eso que Broszat denomina la "policracia nazi".
Por otra parte, en este sistema, la función de Hitler, que está
lejos de ser el dictador todopoderoso tantas veces descrito, era la
de garantizar la cohesión del sistema. Su voluntad personal era un
factor menos determinante que el "mito del Führer",
elaborado por una propaganda eficaz y omnipresente. Este mito o esta
mística tenía como objetivo movilizar las energías, integrar a los
diferentes estratos sociales (por el terror, la persuasión o la
exclusión) y legitimar un régimen cuyos mecanismos internos
escapaban en parte a sus dirigentes.
Esta
corriente se ha mostrado especialmente fecunda para estudiar la
génesis de la solución final, los procesos de decisión y los
complejos resortes de su aplicación. Sobre este punto en concreto,
los historiadores de la corriente funcionalista han reevaluado a la
baja el peso personal de Hitler en beneficio de otras instancias de
decisión centrales o locales, y han insistido sobretodo en la
importancia decisiva de las circunstancias políticas y militares de
1940-1941. Una vez efectuada la deportación y la concentración a
gran escala de las poblaciones judías del este, y en particular de
los judíos polacos, los responsables nazis, especialmente los de la
Polonia ocupada, se encontraron ante una situación material
inadministrable que la invasión de la URSS, en junio de 1941, y el
avance de las tropas alemanas en el frente oriental volvieron aún
más crítica. La decisión de exterminar en masa a los judíos, que
se produce según ellos en el otoño de 1.941, sería el resultado de
una conjunción de factores: el fanatismo ideológico extremo (la
condición necesaria), las divergencias de los aparatos burocráticos,
las pujanzas radicales resultantes y la anarquía de una situación
que los nazis no controlaban, a pesar de que ellos mismos la habían
creado.
*** *** ***
Bibliografía
* Hernández
Sandioca, Elena. “Los Fascismos europeos”. Madrid, 1992.
* Borejsza, Jerzy. “La escalada
del odio” Madrid, 200
* Béjar,
María Dolores (Dir) “El Fascismo” en Carpetas Docentes de
Historia, Historia
del mundo contemporáneo.
FAHCE, Universidad de la Plata.
* Hobsbawm. “Historia del siglo XX”
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